La Ira De Los Perros.
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“Sólo quería salvar a los perros.”
Evaristo reconstruía en su mente haciendo un gran esfuerzo por superar la somnolencia causada por el somnífero que le fue inoculado.
Recuperó la conciencia sólo para reconocer que se encontraba aferrado a una silla ergonómica de metal. Pudo reconocer que los guantes que llevaba puestos iban tomando registros de sus actividades y signos vitales en unos monitores.
La voz de Morón, su jefe de sección, de pie frente a él, se fue haciendo cada vez más clara, o en todo caso, comenzó a entender las palabras que al principio parecían ser solo balbuceos en sus oídos.
-Lo mejor es no saber y saber que no se sabe tampoco es bueno.-dijo Morón. -Termina incitando a uno a querer averiguar. Y usted hizo más que eso.
Producto del somnífero Evaristo se dirimía entre ratos de sueño y de vigilia, por ello cuando regresó a la conciencia notó que Morón continuaba hablando y profundizando un tema que de alguna manera le resultaba familiar.
-Las cosas son como son, Evaristo. –dijo su captor. –La población aumenta de manera exponencial y la ciudad no da a vasto. Se edifican habitáculos más pequeños en edificios más altos pero la demanda energética de gas y electricidad no se puede cubrir. Lo mismo ocurre con el agua, bien lo sabemos; por más río que nos circunde los agroquímicos ya se adueñaron de él. Gastos de filtrado excesivos, reposición y mantenimiento de los equipos, las normativas vigilantes…; no es conveniente ponerse en contra de la economía. El control poblacional es necesario lamentablemente, pero con quienes hacerlo, cuándo… No se puede expulsar a la gente fuera del Domo y que la atmosfera viciada allá afuera haga su natural trabajo. Por más excusa que se esgrimiera, nuestros representantes serían cuestionados ¿No le parece? No hay política que justifique algo así, un par de pordioseros de vez en cuando y no más que eso.
“Quería salvar los perros…” retumbaba en la cabeza de Evaristo, pero “¿qué tenían que ver los perros?”
-El suicidio era la mejor solución legal. –siguió Morón. –Pero la gente parece feliz. La gestión es brillante. Nadie parece tener argumentos para contradecir nada y alterar su felicidad y si no son felices se acostumbran y ni siquiera con sus depresiones emocionales se los puede controlar. Prefieren pagar multas que respetar las restricciones, en ese sentido, la economía no la entiendo. Llegamos a esto: ni ley marcial anti reproductiva respetan, antiguamente eran clandestinos los abortos, en cabio ahora lo son las fertilizaciones asistidas.
“¿Y los perros?” repetía el cerebro de Evaristo. “¿Los perros se suicidan?”
Morón continuaba embriagado en su propia elocución, en sus ideas que reforzaba cada vez que las volvía a pronunciar, cada vez que encontraba una oportunidad para hacerlo; y le ofrecía un objetivo, una razón en su vida y enaltecer su orgullo con un ilusorio dominio sobre los demás:
-Un empujoncito de nuestra parte podía solucionar eso.
“Nuestra…” repitió Evaristo. “¿Quién es Morón para decir ‘nuestra’? ¿Quiénes son los otros ‘nosotros’ para ese ‘nuestra’?” En esa simple palabra revolvía a entender el origen, quizá, verdadero de la Agencia. Y eso le causaba enojo, mucho enojo.
-Una solución inyectada en el torrente sanguíneo –explicó Morón.-podía producir en el cerebro una reacción que llevara a las personas a que voluntariamente se quitaran la vida. Menos gastos administrativos, menos preguntas, nadie a quien echarle la culpa.
“¡Los perros no se suicidan!” Estalló en la conciencia y todo comenzó a encenderse en la cabeza del veterinario sujetado por cintas metálicas a esa silla y conectado a un sin fin de cables y sondas.
¡Eso era lo que había descubierto!: El comportamiento de los canes al arrojarse inexplicablemente al vacío desde balcones, terrazas, o edificaciones de altura y la sorpresiva e injustificada agresividad a sus propios dueños, al poco tiempo de ser devueltos y que ocasionó muchas muertes.
¡Experimentaban con ellos lo que sería después el fraude de una vacuna antigripal y de esa manera llevar a cabo el control poblacional!
Evaristo Fernández recordó cuando fue contratado por la Agencia con la labor de recoger y dar tratamiento a todos los perros callejeros dentro de una campaña masiva para librarlos de cualquier enfermedad. Y luego fueron los domésticos, recogiéndolos casa por casa. Estos no eran pocos claro está, existía el contrato social que a falta de niños que poder concebir se podía tener una mascota; por lo que no faltó alguna vez algún político burócrata que quiso erradicarlos bajo la justificación de que los animales consumían el ‘precioso’ oxigeno.
Por su parte, la exigencia de su trabajo era sencilla: ‘perros en perfecto estado de salud’. Era su oficio y la paga era más que adecuada contando con el equipamiento que fuera necesario y un personal de dieciséis a su cargo.
Hasta que, casi por casualidad, y por su extremo amor hacia ellos descubrió el fin real en la ‘preocupación’ por la salud de los pichichos.
Investigaciones paralelas, preocupado por la actividad agresiva y suicida de los animales, lo llevaron a descubrir que la sustancia que le suministraban para inocularlos no eran simples vitaminas. Lamentablemente jamás pensó que descubriría lo que descubrió si no nunca se le hubiera ocurrido utilizar las computadoras de la Agencia.
De pronto sintió como todas las cintas que lo sujetaban se aflojaban. Aún algo confuso atinó a arrancarse los cables y sondas e instintivamente saltó sobre Morón que giraba hacia el cristal ahumado al extremo de la habitación vociferando quién soltó los seguros. Evaristo tomó la cabeza de Morón derribado y de un solo golpe contra el piso lo dejó inconsciente. Notó en sí algarabía por poder liberarse pero también seguía el enojo. Vio que del otro lado del cristal ocurría algo parecido: dos cuerpos caían y un sujeto los golpeaba salvajemente. Envistió la puerta dejándole una pronunciada abolladura. La puerta no se movió pero en seguida se deslizó hacia un costado trabándose a las dos tercias partes por la abolladura. Intuyó que su ‘ángel guardián’, del otro lado del cristal, la había accionado pero no recordaba aún quién era su benefactor. Sí recordó que la sustancia no había llegado todavía al contacto con los humanos porque en el proceso de investigación, los animales manifestaban el despertar de una violencia sin igual multiplicando también su fuerza, por lo que no se los podía tener en simples jaulas, ya que con sus fauces masticaban y trituraban los barrotes de metal, concluyendo finalmente, a encerrarlos en cubículos de cristal plástico.
Vino a su mente el recuerdo del terrier de los Irazábal, una de las primeras víctimas que lamento profundamente. El cariño que había acogido era fruto de los cuidados que mereció a penas nacido por problemas en los bronquios. Verlo luego estrellado cinco pisos más abajo fue una imagen no más perturbadora que intrigante. Por amistad con la familia él mismo se encargó del cuerpo. En el domo ya no existían cementerios por cuestiones de espacio y tampoco se reducían los cuerpos de los muertos incinerándonos para no consumir oxigeno. Por supuesto que menos se permitiría hacerlo con los animales. Todo tipo de exequias humanas se realizaba en el exterior. Y con los animales solo se hacían como fruto de los deseos de realizar alguna ceremonia simbólica de despedida por parte de la familia adoptiva dentro del domo, no se les permitía salir para este tipo de actividades. Debían usar los tubos de descompresión de basuras comunes y corrientes.
Evaristo si tenía esa posibilidad de salir. Conocía un lugar en donde, de alguna manera, como un simple rito frugal podría dejar al terrier. La noche era muy cerrada y fría (solo de noche se podía salir al exterior), los faros blancos del vehículo eléctrico mostraban un paramo desolado sin horizonte, en el cielo las estrellas parecían perforar las retinas con su fulgor blanco sobre un fondo de una negrura atemorizante, solo disminuida por alguna que otra luminiscencia nocturna producto de los gases sueltos. Muy a lo lejos se notaban otras luces, las de las biósferas de los mono-nano cultivos que se extendían varios kilómetros.
El pasillo por el que avanzaba se encontraba desolado, bastante apagados, escuchaba gritos urgentes y de apuros. A trote limpio continuó a la derecha, ese corredor estaba flanqueado por un largo ventanal que permitía ver al interior de las instalaciones de su departamento veterinario. Vio a sus compañeros y subalternos estáticos con un gesto ridículo de asombro en sus rostros de ver correr a su superior. Estatuas ignorantes de lo que realmente ocurría.
Como las del monolito a la que se acercaba en su vehículo esa noche del terrier. La estructura de hierro carcomido y mármol negro se alzaba ridículamente, sola, en el medio de la nada junto a unos retazos de suelo delimitado por una pequeña cerca perimetral donde alguna vez hubo césped y flores. Siempre le resulto grotesca y abochornante el tamaño excesivo de tal construcción, como si en ello hubiera una cierta retractación, inocua, de otros actos. Era una estructura circular de unos diez metros de diámetro y unos cinco de altura. Sobre ella se emplazaban las estatuas de hierro de muchos animales mirando hacia delante siguiendo la circunferencia. Todos los que el aire envenenado había diezmado en la región. Estaban allí, representados erguidos en sus patas como confiriéndoles una melancólica hidalguía que sus coterráneos humanos solo pudieron ver al momento de construir ese monumento de imágenes perdidas. Se detuvo a mirar las fisonomías reales, de algunos de ellos, de como la naturaleza los había diseñado en su origen, solo el perro y el gato, las dos únicas figuras representadas sentados sobre sus patas traseras, seguían siendo iguales desde aquel tiempo. En el muro vertical del monolito, en relieve, se podían apreciar otras especies desaparecidas del resto del mundo, fantasmagóricas y desfiguradas por la luz y sombra de los faros del vehículo que lentamente los circundaba a baja velocidad en repetidas vueltas.
Dos manos lo aferraron, una del brazo izquierdo y otra de la cintura del pantalón, y lo obligaron, de un tirón, a cambiar la dirección que llevaba su escape, sintió que ese acto violento y dominante lo enfureció más. “¡Por acá, por acá!” Penetraron en sus oídos solapadas y a quemarropa. El timbre de esa voz, sin rostro, sin cuerpo que pudiera ver en el apuro, le decía intuitivamente que debía aceptar tal enérgica recomendación aún sobre el enojo, que ya no podía identificar si era por el empujón, por el recuerdo del hipócrita monumento descuidado y olvidado en el memoria de los tiempos, por el terrier que dejo, aquella noche, a unos metros, junto a unos mástiles sin banderas, de manera acelerada, pues el equipo de oxígeno personal no era de alto rendimiento; aunque de todas maneras ya había decidido no enterrarlo porque sabía que en el día los rayos sin filtro del sol fundirían el cuerpito del animal. Antes de regresar vio una estrella fugaz cruzar el cielo nocturno y pidió un deseo, lo sintió como una aprobación a que, en ese acto, había cierta dignidad merecida y natural para el can, la que merecían todos ellos.
Los mismos que veía ahora delante de él. Ubicados y cargados en el remolque de un camión en el parque de estacionamiento del complejo. El tráiler era como un gigantesco rectángulo subdividido en cubos más pequeños, precintados a él, habitado por perros. Por simple ejercicio de miradas y reflejos reconoció que el centenar de ellos no sufrieron aún los experimentos. “¡Solo quiero salvar los perros!”Deduciendo, por sobre su excitación e ira, su fuerza, dio un golpe a un cubículo y pudo romperlo. El perro acobardado no quiso salir. De todos modos demoraría demasiado romperlos todos, sino ocurría eso antes con su brazo. Saltó a la cabina del vehículo y lo puso en marcha.
No desaceleró ante los gestos de alto de los guardias en la entrada. La furia hacia la Agencia era indecible e incontenible, excepto hacia uno. Pronto tres autos lo asediaban. No respetó semáforos ni autos estacionados ni transeúntes; los pocos minutos de persecución se hicieron infernales. La ira hacia todos se había instalado en su cerebro junto con la sustancia.
La rabia excedía su piel, sus ojos enrojecidos, su aliento, cuando vio que un rayo blanco impactó en el suelo, y luego otro y otro más, y eran alrededor del camión y luego en todos lados, impactando en las torres habitables, en las calles, destruyendo cuanto vidrio, cristal o material frágil encontraban. ¡Una legión de estrellas fugaces! ¡Llegaban a bendecirlo! ¡A él y a sus perros!
El granizo se volvió incesante en pocos segundos. Vio que las rocas golpeaban el chasis y reventaban el parabrisas de uno de los autos persecutorios, vio que otro, tratando de esquivar los impactos, se estrellaba contra el contrafuerte de una columna sustentora del domo, el restante, volviéndose incontrolable, se obligó a frenar. Y vio por el espejo retrovisor como la misma blanca lluvia milagrosa rompía los cubículos y los perros saltaban del camión en un vuelo de liberación y corrían perdiéndose entre las, calles y jardines. Lamentó ver que unos pocos se desangraron por las profundas heridas ocasionadas por los mismos cristales rotos y algún otro impactado por la granizada.
Y sin quitar el pie del acelerador sintió un deseo irrefrenable de autodestrucción. Y viendo como un paredón gris crecía frente a él y a la trayectoria del camión, imaginó cómo estallaban los ventanales de la Agencia SubDomo y se destrozaban los anaqueles, las probetas con la ‘sustancia’, las computadoras con los informes e investigaciones. Y, por fin, recordó a Batista, de la sección experimentación climatológica, cuando le enseñaba en secreto las rocas de hielo del tamaño de un puño. Y recordó algunas de sus palabras diciéndole que lo ayudaría, que sería riesgoso... Y cuando le enseñó una fotografía del bisabuelo y lo interesante de ella, que no era el hombre, si no el entorno, al aire libre con un flamante cielo azul celeste en conjunción con un fulgurante verde plata, reflejado en los árboles por una luz brillante y amable. Y lo último que recordó fue el rostro de su amigo acompañando las largas horas de mate y almuerzos, y lo imaginó perseguido o detenido por los guardias, saltando y gritando de alegría en medio del granizo con su guardapolvo blanco desprendido, saludándolo, como un ángel.