El Príncipe Y El Sapo

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No es cierto que los sapos se conviertan en príncipes: o se nace sapo o se nace príncipe, y todos los demás nos conformamos con pertenecer al promedio inconsecuente.

Rolando Flores era un sapo y Virgilio Santos, un príncipe. A la tierna edad de seis años, Rolando descubrió esta realidad. Bastó la indiferencia de su maestra: él no existía, mientras que las adorables mejillas de «Virgo» recibían cariñosos pellizcos. El sapo carecía de poder de seducción.

Emponzoñado, con más edad, se preguntó por qué había quienes parecían poseerlo todo: belleza, encanto e inteligencia, cuando él, condenado a un rostro de anfibio, no sobresalía ni en una sola materia ni hacía amigos. Renegado de condición, se transformó en reptil, vil criatura que se arrastra traicionera y envenena con la lengua. Se pasó la secundaria difundiendo insidias con el fin de empañar la reputación de Virgilio, con escaso éxito. El príncipe ganaba admiradores a borbotones con su sonrisa de dientes simétricos, sus ojos vivaces y su personalidad magnética.

La envidia, propia del que se siente un sapo a la vista de un príncipe, se arraigó tanto en el corazón de Rolando que el color de su piel se tornó parduzca. Eran costras verdes típicas de un ofidio. El príncipe, por su lado, creció en arrogancia: fue fácil perder la modestia ante el cúmulo de victorias y la ovación de un público que aspiraba a imitar su realeza. 

Rolando deseaba destruirla. No hay obsesión más grande que la de un sapo que quiere eliminar a quien resalta la fealdad y mediocridad de otros con su mera presencia. Es un asunto mortal de comparación enfermiza: «Eres tan guapo que me haces sentir feo». «Tu talento evidencia mi vulgaridad». «Mientras tú respires, yo seré sapo».

El destino, con frecuencia caprichoso y fatídico, no les dio tregua. Ambos terminaron trabajando para el mismo periódico, donde Virgo subía peldaños como editor y Rolando corregía errores de tipografía.

Le sobraban motivos y oportunidad para asesinarlo. Yo fui el detective a cargo de la investigación y, por más que junté indicios y elaboré una teoría, reconstruyendo escenas de la niñez y de la vida cotidiana que enlazaron al muerto con su verdugo, no logré encontrar la evidencia que culpara a Rolando Flores. Salió libre después de intensos interrogatorios. El caso se cerró con la declaración de un suicidio.

El sapo nunca dejó de ser sapo, aunque el príncipe yaciera bajo tierra, porque el corazón se va consumiendo con la voracidad de la envidia.

Rolando Flores intentó el oficio del escritor y publicó sus memorias viperinas sin éxito alguno. Compré el libro por curiosidad o morbosidad, porque tenía una daga atravesada en el pecho. Odio y envidia de esa magnitud solo podía terminar en agonía, no solo para otros, sino para él mismo.

Capítulos extensos de putrefacción y abominación. Cada etapa de su vida no fue más que un descenso hacia la oscuridad y la perversidad. Jamás logró tener relación estable de ningún tipo, ni amantes ni amigos. Culpaba a otros de su infortunio, cuando a nadie se le puede achacar el obrar de la naturaleza o la vicisitud de la vida. Hay sapos que, aunque nunca llegarán a ser príncipes, forjarán una mejor suerte, a fuerza de voluntad y amor propio, y abandonarán el mundo de los anfibios recelosos.

Entre corrupción e inmundicias, encontré un fragmento. Era claro que se refería a Virgilio:

El pavo real despliega su cola de plumas doradas y lentejuelas azules. Hincha su cuerpo cobalto iridiscente. Es un espectáculo, una hermosura, pero, dentro de su alma, gime la criatura pequeña que nunca superará al ego que se engrandece continuamente. Es una carrera sin meta de llegada, una competencia con un fantasma. El pavo real que no vuela quiere ser águila. Una pugna patológica por rebasarse a sí mismo, porque, con cada escalón hacia arriba, la vista es más grandiosa. Sabiéndose rey, temerá la servidumbre; sabiéndose poderoso, temerá la pobreza; estando en la cresta, temerá la caída. Sufre el gigante a causa de su propia estatura.

No necesité empujarlo hacia el abismo porque él ya había forjado un destino más oscuro que el que yo pudiera desearle: una vida de aparente superioridad y feliz rutina envenenada con la angustia del que en el fondo se sabe imperfecto, con la soledad de corazón porque nadie está a la altura, con el desprecio por sus mediocres admiradores y la insaciable sed por más. En especial, ese temor febril por saberse envidiado y sospechar el daño que otros, envilecidos como yo, podrían causarle. ¡No expandas tus plumas reales por miedo a que otros te arranquen los ojos!

Si hubiera sabido que sufría tanto, jamás lo hubiera acosado. Horas de anonimato para perturbar su frágil psiquis, comentarios mordaces para lastimar su ego, críticas humillantes para que abandone su talento, la invitación fatídica a que se mate… Furia convertida en palabra virulenta que fue carcomiendo su espíritu. Estoy seguro de que se sintió tan monstruoso como yo. Desistí por un tiempo, exhausto por mi propia fuerza destructiva. Pero volví al ataque, enfermo como un paciente psiquiátrico a quien la falta de actividad demente acorde con su género lo vuelve más loco. Fui a buscarlo con un propósito nefasto. Lo vi en su última hora y, aunque pude quitarle la soga, no lo hice. Y hoy lo envidio más que nunca porque él ya no siente, mientras que yo viviré por el resto de mis días como un monstruoso sapo.

Cerré el libro con arcadas y un mareo descomunal. Me tambaleé hasta el teléfono y llamé al director de homicidios. Enloquecido, pensé que al menos lo podríamos arrestar por incitar o facilitar un suicidio. Balbuceé palabras sin sentido. No pude decir nada: ¡era una maldita ficción!

Me desplomé con escalofríos y pensé que yo, en el medio de la curva, a veces era un sapo que quería ser príncipe o me sentía un príncipe con miedo a ser sapo. Desde ese día, cuidé de mi lengua y desdeñé la maldita comparación.

De Rolando Flores no supe nada más. Se sumergió en la oscuridad, en alguna repugnante ciénaga, como hacen los anfibios.

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