Estaba sentada en un café de Florencia contemplando la plaza cuando advertí la presencia de un joven a unas mesas de la mía. Pulsaba la pantalla de su teléfono con una mezcla de apatía e impaciencia. Quizás se había cansado de mirar imágenes de otra gente hermosa.
En el tiempo que venía viajando, no había visto un hombre tan guapo. Y eso que me he dedicado a buscarlos y a mirarlos, sin rubor ni modestia. He atraído su atención con una sonrisa; he coqueteado y bailado con ellos en clubes nocturnos; he aceptado cocteles bajo la luna y los he invitado a mi habitación… Después de una noche inolvidable, nos despedíamos sin intercambiar datos de contacto; armaba mis maletas y zarpaba al siguiente puerto. Nadie profesa verdadero amor a un desconocido.
Así he viajado durante los últimos meses, disfrutando de la vida, pero sabiendo que la triste realidad de mi existencia arremetería con más fuerza al final del trayecto.
Vuelvo a posar mis ojos en aquel hombre, de quizás unos veinticinco años. Ahora parece sumergido en una discusión con alguien en el teléfono. Escribe frenético, espera una contestación, vuelve a pulsar… ¿Qué asunto tan importante lo aflige? Al percibir mi observación, se detiene momentáneamente y me mira de soslayo.
Me pregunto si esta será mi última aventura antes de regresar a casa o si, cansada del juego de la conquista, prefiero contemplar la plaza en solitud y perderme en la negrura del café donde se diluye mi imagen: un rostro hermoso, pero sobre todo joven y lozano, rebosado de ansias por vivir.
Le había pedido a la providencia que me diera una nueva oportunidad para compensar décadas de sufrimiento y soledad. Como los milagros no existen, junté mi riqueza ―limitada pero suficiente para solventar mi capricho―, y volé hasta un pueblito alpino en Transilvania. Asumí las consecuencias de mi derroche sin preocuparme de qué haría en la vejez cuando ni siquiera hubiera dinero para la calefacción.
Me sometí al tratamiento experimental de un médico sin escrúpulos para recobrar la juventud. Estas ciencias, que solo emergen en recónditos lugares fuera del alcance de la ley, se ocultan tras el velo del mito. «Son historias de vampiros o de ciencia ficción», declara la sociedad formal y prohíbe sus amagos. Sin embargo, existe una industria subterránea de clínicas siniestras dispuestas a satisfacer las ambiciones de los humanos que se obsesionan por la juventud y la belleza.
Fueron penosas intervenciones acompañadas de un régimen estricto de alimentación y ejercicio. No fue el paquete usual de estiramiento facial, liposucción y cirugía estética, tan extendido en el mundo moderno. Los tratamientos convencionales solo se ocupan del aspecto externo y dispensan una belleza histriónica y artificial. Algo está mal en esos rostros rígidos de bocas hinchadas y pómulos de silicona.
Por eso me sometí al proceso que trabaja por dentro: un elixir de juventud que renueva las células de la piel, de los huesos y de los órganos, dándole al cuerpo un nuevo aliento de vida.
No pude creer el resultado cuando me sacaron las vendas, que se requerían como precaución en caso la regeneración celular se aceleraba y me quedaba en carne viva. Abrí los ojos y parpadeé, pasmada. Acaricié mi tersa piel. Una boca rosa y unas mejillas salientes iluminaron mi rostro. No encontré ni una cana en el cabello abultado. Mis manos lucían níveas, sin las manchas traicioneras de la edad. Mi cuerpo también experimentó una transformación a medida que se renovaban los músculos y se fortalecían con el arduo ejercicio. A causa de la rigurosa dieta, perdí grasa y me convertí en una mujer bien proporcionada.
Todo había valido la pena: el dolor intolerable durante noches enteras en que mis huesos crujían y se estiraban; la taquicardia de un corazón que palpitaba más fuerte para soportar el proceso; la hinchazón monstruosa de mi cabeza porque la sangre bullía violenta hacia mi cerebro; el vértigo y el vómito ocasionados por las hormonas prohibidas que restituían mi vigor…
Fue tal mi felicidad al verme transformada que olvidé las noches de martirio, de insomnio y de hambre. Dichosa partí para revivir la juventud, la etapa de mi vida que debió haber sido la más excitante.
He disfrutado a raudales y aún no termina mi aventura. Camino erguida con unos zapatos de tacón alto y luzco faldas cortas, contemplándome yo misma las piernas largas. No salgo sin el pintalabios del color rojo más intenso. El rímel de las pestañas no se escurre en los dobladillos de los párpados. Dejo caer el cabello sobre la espalda y paseo confiada por las calles. Los ojos se dan vuelta y los cándidos sonríen. Nos amamos por una noche y nos damos las gracias a la hora de la partida. «¡Adiós, musa, eres bella!».
«No ―pienso―, soy joven». Y la hora final se acerca porque esta fantasía solo dura unos meses y, a su término, se producirá una especie de envejecimiento, que puede ser fatal o dejarme convertida en una abominación. He visto los signos del aciago destino: han reaparecido los lunares en mis manos y se han abierto ligeros surcos en las comisuras de mis ojos.
El joven del teléfono me saca de mis pensamientos. Se levanta con brusquedad para contestar un llamado. Lo oigo discutir. Al cabo de unos minutos, se sienta ofuscado y vuelve a pulsar el teléfono. Estoy esperando el momento adecuado para hablarle. Quizás se le pase el berrinche cuando converse con una mujer segura y atractiva. Me devuelve la mirada, discreto.
¡Ay, juventud! ¿Por qué llegas cuando no estamos interesados en ti? ¿Por qué te ignoramos con tanta facilidad? ¿Para qué se nos da un regalo sin la madurez para apreciarlo? Recuerdo mis años juveniles: las inseguridades, los miedos, la confusión. La juventud es siempre desperdiciada en nimiedades o cobardías. La mía, con un hombre egoísta, pero, principalmente, dominada por un avasallante temor.
Esa sensación de lamento por haber arruinado la mía me llevó a la drástica decisión de someterme a una prolongada tortura, infligida por un loco, para tener unos meses ficticios de juventud y vivirlos como me hubiera gustado gozar mis años mozos: asir la felicidad sin preguntarme si duraría; disfrutar de la vida sin despreciar mi cuerpo; experimentar al máximo con mis facultades. Viajar, escalar, navegar y recorrer el mundo…
Porque no se trata de un tema de vanidad ni de un diagnóstico de sexualidad frustrada, sino de la añoranza por el cuerpo joven y robusto: las piernas firmes, la espalda erguida, el corazón que late sin extenuarse. Quería experimentar el vigor del cuerpo sin la estupidez pueril. Quería sentir la vitalidad de mi existencia con el beneficio de la experiencia.
Y aquí estoy considerando mi última conquista. El hombre ha dejado por fin el teléfono y tengo una oportunidad para llamar su atención. En realidad, solo me apetece conversar, saber qué hay en ese corazón melindroso. Pero suena un ping y él vuelve al ataque. Se enzarza en una batalla de textos, se agita, frunce el ceño… Se pasa la mano sobre la cabeza en un gesto de exasperación y voltea el teléfono sobre la mesa. Se detiene al fin y yo me levanto para hablarle.
Una ráfaga helada me golpeó y, tambaleándome en su dirección, solo alcancé a balbucear: «¿Por qué pierdes el tiempo?». El hombre, asustado, se apresuró a sostenerme. Las uñas, que largas y afiladas me acompañaron esos días, empezaron a quebrarse. «Tengo que marcharme», dije y mi voz ronca me estremeció.
«Permítame acompañarla», se ofreció gentil al verme en ese estado convulsionado.
Con movimientos inseguros míos, caminamos unas manzanas hasta el hotel. En la puerta de vidrio, vi la curvatura de mi espalda y mi cabeza blanca.
―No entiendo ―titubeó perplejo―. Su juventud… Su juventud se esfumó en un instante. ¿Está segura de que se encuentra bien?
―Sí, sí…
Me escabullí sin agradecerle. Alcancé el ascensor a paso lento con un dolor punzante en las caderas. Él continuaba en la puerta del hotel, petrificado.
Cuando abrí la habitación, escuché el crujido de los huesos triturados y sentí las grietas que laceraban mi piel. Logré sentarme junto a la estufa…
«Sí, en un instante», repetí con la respiración cortada, y esperé la fatídica transformación.
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