Los Buitres

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Los buitres

Dicen que uno no puede decidir el momento ni las circunstancias de su propia muerte. Descartemos por un momento eso a lo que llamamos suicidio ¿es acaso un algo completamente voluntario? Incluso aunque así fuera quienes han cometido tal acto no son meramente responsables directos de las circunstancias que los llevaron a esa decisión, son en sí mismo productos del todo ¿pero no lo somos todos acaso? Aún así, esta historia no tiene nada que ver con un caso de suicidio, así que volvamos por un momento a nuestra premisa inicial.

Piense el lector si pudiera elegir un solo elemento de las circunstancias en el que va a morir ¿Cuál sería? Algunos optarían por una muerte tranquilos, dormidos, nada aparatoso; no tengo duda de que algunos pensarían en una muerte heroica o por una causa noble o bajo las reminiscencias del espíritu del romanticismo. No sé qué piense el lector, muchas veces no sé ni siquiera que pienso yo. Lo que tengo muy claro es que ella en pleno uso de consciencia solo pidió que en el día de su muerte al lado de su ataúd se colocara un espantapájaros y que su partida fuera lo más discreta posible.

Yo era un niño y en ese momento aquella petición no tenía sentido para mí. Con el tiempo cada vez estoy más convencido de que entender aquella frase no tiene que ver con la edad, pues, todos sus hijos, mayores que yo, habían escuchado la misma frase, sin embargo, nadie trató de entenderla -Ya está grande- decían entre otras cosas para demeritar su estatus de persona. Sin embargo, aun con mi corta edad sabía que ella estaba lejos de ser una persona senil. Tenían más de noventa años, la diabetes y la depresión habían acabado con su cuerpo y su movilidad, hacía al menos veinte años que su rutina se había limitado a despertar, ver el horizonte mientras esperaba una inyección de insulina y su primer alimento, para pasar el resto del día y el resto de sus días sentada a las sombras de una casa oscura y una realidad llena de sombras por la pérdida de su vista a causa de alta glucosa en su sangre.

Su cuerpo estaba acabado, de eso no hay duda. Pero aquellos que tuvimos el goce y la dicha de entablar una conversación con ella podemos dar cuenta de que su mente era inquebrantable por el paso del tiempo. Podía recordar nombres y fechas de sus seres queridos y no tan queridos. Direcciones, códigos postales, colores, canciones, descripciones exactas de fotografías que no había visto en décadas; su infancia, la de sus hijos, incluso recordaba una infancia que nunca había vivido pues podía recitar la vida y obra de los familiares de su esposo. A pesar de la artritis y la ceguera había desarrollado un sistema de conteo de dinero para evitar que sus hijas tomaran dinero de más de su pensión y su oído era tan agudo que distinguía las voces de sus visitas o el olor de aquellos que fingían no estar ahí. Su mente no estaba quebrada en lo absoluto, salvo aquella frase “Solo quiero irme discretamente y un espantapájaros al lado de mi ataúd”.

            Aquel día se fue. Es imposible decir a ciencia cierta que lo sabía ¿Quién puede estar seguro de ello? Pero mientras se acomodaba para dormir miró a los ojos a su nuera. Durante muchos años la relación entre ambas fue dura y conflictiva, por suerte ambas vivieron lo suficiente para entender que no eran enemigas y ante una familia como la que las rodeaba era las únicas aliadas que podían tener. Durante los últimos años de su vida aquella nuera la cuidó, habló con ella, relataban sus historias de vida mostrando que tenían mas similitudes que diferencia, formando una estrecha relación de amistad y cariño hasta aquella noche. Eran las 10: 00 p.m. a punto de dormir y al despedirse miró a su nuera con sus ojos, aunque débiles por la ceguera completamente lúcidos, y dijo -Quiero pedirte disculpas por todo lo que te hice pasar, pero ya se acabó.

            Su nuera sin saber a qué se refería pensando en algún incidente a lo largo del día que aquella noche no logró descifrar cuál fue la causa de su disculpa se fue a dormir. Aquel sueño interrumpido por una llamada -No despierta-. Faltaba bastante para poder dictar una muerte definitiva al principio pensaron que era algún malestar ocasionado por una falla intestinal, cosa que era común a su edad, pero la espera se fue alargando y los quejidos de una persona durmiente se fueron incrementando. Durmiendo y aún así sintiendo los dolores de las fallas de su cuerpo. Nadie elige las circunstancias de su muerte. Los médicos las sedaron y decidieron no llevarla al hospital, era seguro que iba morir y el hospital solo alargaría su letargo sin resolver nada. Con una mezcla de anestesias se decidió por un coma autoinducido que la mantendría quieta y dormida hasta que su cuerpo dejara de funcionar y se pudiera proceder con la declaración oficial de la muerte.

Quince horas estuvo en este estado. Durante quince horas sus hijas se dedicaron a llamar y notificar incluso a los parientes más lejanos. Aquellos que llegaban con hijos de los hijos que ni siquiera sabían quién era ella o cómo se llamaba. Incluso aquellos que decían quererla entraban a su casa con lágrimas en los ojos diciendo -Está mejor. Ahora esta con mi abuelo y pueden estar juntos allá arriba-. Que frase más tonta. Ninguno de ellos sabía siquiera que ella despreciaba a su esposo que tantos años la engañó o que vendió muebles y casas para pagar deudas y mantener segundas y terceras familias. Incluso yo con mi niñez no podía entender si solo eran idiotas jugando a las buenas consciencias o realmente nunca se atrevieron a preguntar y saber una pisca de su vida. Con los años he llegado a la conclusión de que es mucho de ambas.

La tarde y su cama se fueron rodeando de sillas para los visitantes que tomaban lugar alrededor de ella. Lejos de preguntar cómo había estado, si había hablado con alguien o siquiera el diagnóstico médico, los visitantes sacaban su biblia y un rosario para rezar en favor de ella y entre cada misterio, los murmullos se hacían notar “¿quién se va a quedar con la casa”, “¿Tiene algún seguro”, “¿Van a vender los muebles” ese sillón me puede servir”? Murmullos que eran acallados al inicio de cada ave María. Los niños corrían libremente y los adolescentes y sus padres se paraban en el rincón para contar chistes de mal gusto sobre la situación o las vestimentas de los primos lejanos. Nadie elige las circunstancias de su muerte.

Eran las tres de la madrugada cuando el medidor de pulsaciones se detuvo. El tanque de oxígeno seguía sonando y mientras uno de sus hijos lo apagaba, otra de sus hijas envolvía el cuerpo en una sábana blanca. Pudo haber sido un reflejo post mortem, existen las bases científicas para ello, pero pensemos por un momento en aquella partida discreta que deseaba y el espantapájaros. Mientras el cuerpo estaba siendo envuelto un reflejo breve, no más de dos segundos, dio como resultado que apretara el brazo de su hija y levantara la cabeza para ver a su alrededor. Las sillas rodeando su lecho y los murmullos de aquellas sombras de los que habían ido a ver su muerte. ¿No es acaso la imagen de los buitres que rodean la carroña de un cuerpo muerto pidiendo una parte de los restos de utilidad de lo que antes fue un ser vivo?

Una lágrima salió de su ojo derecho antes de cerrarlo para siempre. Como mencioné aún no estoy seguro de su frase y por qué quería un espantapájaros, pero me gusta pensar que solo pedía alguien que se mantuviera ahí, alejando a los desconocidos y a los parientes indeseables, que no se les avisara a las personas sobre la tragedia para evitar a los carroñeros. Tenía noventa años y había visto partir a tanta gente ¿Por qué no pensar en que quería evitar eso? ¿Su nuera? Relegada y desplazada por aquellas nietas, hijas, sobrinas que ahora querían tener un acto de buena voluntad y que horas más tarde estaban estrenando joyas y vestidos en la misa de despedida.

Al final se fueron unos y me alejé de otros. Sigo sin tener claro su deseo y si aquella lágrima final fue consciente y si bien su recuerdo, vida y enseñanzas aun me acompañan aquella parte de su familia, para mí, siguen siendo los buitres.

 

 

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