Cirugía Infinita

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Y se hizo uno con su entorno.

El bisturí atravesó mis tejidos hasta desgarrarme el abdomen. Palparon mi intestino grueso. En las manos de mis torturadores parecía un gusano.  Indefenso, oprimieron mi órgano con múltiples tenazas, y utilizaron los alicates para estrujar cada milímetro de intestino. Habría gritado si no me hubiesen extirpado horas antes las cuerdas vocales.

Las múltiples sustancias que suministraron me mantuvieron consciente. Realizaron varias escisiones para extraer las secreciones acumuladas. Inyectaron células madre adaptadas a mi organismo a través de una aguja que penetró en el órgano dañado. Mis tejidos intestinales se reconstruyeron.  Incrustaron sobre los órganos visibles un compuesto de guanina y metacrilato.

Incrementaron la dosis de morfina administrada por vía intravenosa. Los poros de mi piel se erizaron. La pigmentación de mi intestino transmutó, otorgando a ese segmento de mi tronco colores violáceos que transformaban tanto al órgano como a los músculos más cercanos.

Durante las siguientes semanas implementaron el mismo proceso en el intestino delgado, seguido del páncreas, los riñones y el hígado. Tras el éxito de sus experimentos en el tronco inferior, bañaron  mi cuerpo en un líquido formado por el mismo compuesto de guanina y metacrilato. La piel que los recubría mutó de forma desincronizada, dotando a cada pequeño segmento de diferentes tonalidades. Un segmento translúcido de mi abdomen me permitió vislumbrar el azulado tono de las escamas que protegían a mis intestinos.

Ante la disyuntiva que supondría la alteración del sistema respiratorio, optaron por la mutación genética a largo plazo.  Almacenaron una muestra de mi esperma para futuras modificaciones y experimentos debido al alto grado de biocompatibilidad.

Sin embargo, a pesar de la coyuntura,  aplicaron el compuesto de guanina sobre el revestimiento muscular y la piel mediante la constante adhesión de este líquido en una cápsula de hibernación artificial.

Desperté meses, o quizá años más tarde, en aquella cápsula, encerrado y, apenas recobrando la respiración. Recuperé la consciencia, pero no por ello lograba discernir entre los cristales de la cabina, y las distorsiones difusas que se formaban en mis manos. Sentí que cualquier rastro de personalidad que hubiera en mí, se había transformado en parte de este fondo inhóspito al que pertenecía.

Abrieron la cabina. Vi a otros sujetos de pruebas, híbridos entre hombres y animales, que tenían más de bestia que de humano: niños de tres corazones y alas atrofiadas; un gigantes de exoesqueleto quebrado y piernas artrósicas, e insectos que se agrupaban formando feroces tigres.

Mis torturadores me trasladaron a una sala contigua donde los experimentos continuaban realizándose con criaturas autóctonas de la sabana. Una especie de jirafa despellejada a la que trataban de implantar la piel de una cebra se inclinó ante nuestra presencia. Percibí en su rostro los rasgos humanos de sus pómulos, de su mandíbula, de su cráneo…

Nuestra ruta prosiguió hasta dar con una nueva estancia. Mis acompañantes discutieron sobre el pavor que les producía un ente de aquella prisión. Vislumbré mi reflejo en las planchas de metal de cada pared, y, asombrado, descubrí que todo mi organismo se había teñido de los tonos grisáceos de las instalaciones.

Aquellos hombres que una vez temí intuían donde me encontraba observando ojos, dientes, y otros rasgos que se mostraban perceptibles, pero no eran capaces de delimitar mi forma corpórea, y los grilletes eran de la misma pigmentación que las planchas de metal.

Me alejé en silencio, sin que nadie notara mi ausencia. Avancé agazapado, tendido en el gres del laboratorio, y repté hasta perderlos en la distancia.

Tras la desaparición del sujeto de pruebas activaron sus sistemas de búsqueda. Mis grilletes se tornaron de un amarillo fosforescente que inmediatamente oculté bajo el torso.  Me geolocalizaron, pero el camuflaje óptico de mi piel engañó los sentidos de aquellos hombres que consideraban que había un error en el sistema. Retrocedieron.

Continué mi travesía por aquellas áreas del laboratorio hasta dar con la de microbiología. Un doctor, auxiliar del laboratorio investigaba con su microscopio el desarrollo de las células madre en el sistema regenerativo de las lagartijas. El doctor cortó la cola de la lagartija. Le inyectaron una dosis reducida del compuesto, adaptada a su tamaño.

Dejé de reptar, y recordé cómo aquel hombre estrujaba mis intestinos con sus tenazas. Le estrangulé. Sentí las arcadas palpitantes de su garganta. Incluso inconsciente, .mis manos comprimieton su tráquea. Murió a los tres minutos. Terminé cuando la cola del lagarto se regeneró.

En la sala accedí a los expedientes archivados. Estaban ordenados alfabéticamente por el nombre de cada sujeto. Localicé los documentos relacionados con el compuesto de guanina. Al sostener los documentos, me sorprendió que mi mano tomase durante varios minutos el color de la sangre.

Los documentos mostraban imágenes de varios sujetos hallados post-mortem en condiciones excepcionales: si aplicaban una dosis excesiva del compuesto, las constantes alteraciones de la pigmentación terminaban por arrancarles la piel haciéndolos vulnerables a cualquier contacto; si por el contrario era escasa los pigmentos no correspondían con el entorno de pruebas y morían presa del resto de bestias alojadas.  Los experimentos comenzaron a dar resultados cuando añadieron una sustancia regenerativa al compuesto. Tras la modificación del compuesto, aplicaron una dosis excesiva en uno de los sujetos. En primera instancia, los resultados fueron favorables dado que la piel perdida se regeneraba al instante, pero los doctores no pudieron prever la parálisis del sujeto.

Durante las dos primeras horas no reaccionó. En ocasiones parecía sufrir espasmos. Pasaron las horas. Los espasmos y convulsiones eran más frecuentes. El sujeto presionó sus dedos sobre su cráneo. Gritó. Clavó las uñas sobre su rostro hasta arrancarse jirones de piel que cicatrizaban al instante. Descontrolado, sostuvo su cráneo con sus propias manos y lo arreó contra las placas de metal. Los vigilantes trataron de retenerle, pero la adrenalina causada por el dolor sentido en sus propias carnes le dotó de una fuerza visceral. Tras alcanzar los músculos de su frente, penetró su hueso frontal. Los daños cerebrales autoinfligidos causaron la tetraplejía del sujeto, sin embargo, los doctores sospechaban que aquel individuo seguía sufriendo. El investigador a cargo de los experimentos, el doctor Ray Philbert, consideró el experimento como su primer éxito, a pesar de los daños colaterales, dado que los pigmentos del sujeto se correspondían a los de su entorno.

Tras leer la información toda la información clasificada de aquel sujeto primigenio, sentí la tentación de comprobar en mis propias carnes cómo se regeneraban los tejidos dañados. Sostuve el bisturí e infligí un corte sobre la palma de mi mano. El escozor era doloroso, pero soportable. La cicatrización se produjo en apenas unos segundos. Recordé la cola lagartija. Procedí a cortar la yema de mi meñique. Salpiqué de mi sangre la mesa. El trozo cortado permanecía gris. La yema tardó dos minutos en regenerarse, pero los pliegues de mi huella dactilar se deformaban.

Hendí el cuchillo sobre la palma de mi mano y rebané un pedazo de mi carne hasta alcanzar la muñeca. Escurrí uno de los grilletes a través del hueco cercenado. Los pequeños trozos de piel regenerados se quedaron adheridos al metal fosforescente. Repetí el proceso con mi otra mano. La carne se adaptó rápidamente a su entorno.

Intenté encontrar la salida del laboratorio, pero lo más parecido que hallé fue un mapa que indicaba la existencia de una habitación desconocida. Me desplacé hasta las diferentes salas de especímenes. Tuve la sensación de que, incluso camuflado con mi entorno, la jirafa observaba atentamente mi recorrido.

Me pregunté si acaso la dosis del compuesto que me proporcionaron era inferior a la habitual. Esta piel de camaleón había traicionado a muchos otros antes, ¿Por qué no lo haría conmigo?

Los niños de tres corazones escucharon el sonido de la puerta abriéndose. Suplicaron auxilio al instante, pero al  no entrar a nadie rompieron en sollozo. El gigante de piernas artrósicas se arrastró hasta alcanzar a los muchachos. Los insectos pululaban pegados al cristal más cercano a mi presencia. Entré en la habitación desconocida, no quise mirar atrás.

 La sala tenía unas dimensiones mayores a las de cualquiera de las que componían el laboratorio. Los altos techos y el espacio entre una pared y otra parecían pensados para albergar entre sí a un animal de enormes proporciones. No obstante, la sala permanecía vacía, salvo por el hombre que hallaba sentado, mirando a una camilla, y un muro cristalino que tras de sí contenía un espacio vacío.

El hombre sentado, tras escuchar cómo se cerraba la puerta, dijo ser el doctor Ray Philbert. Me esperaba. El hombre que había ordenado todas esas múltiples torturas se encontraba ante mí. El rencor me enardecía, pero al vislumbrar la camilla, percibí bajo las sábanas la presencia de un sujeto.

Me acerqué apenas un metro, pero detrás de mí entró una unidad militar. El doctor solicitó que utilizasen gafas de visión térmica para localizarme. Todas las luces del laboratorio se apagaron. Desee tener la suficiente sangre fría para ocultarme.

Repté, y me escondí bajo la cama de aquel sujeto desconocido. Los soldados, una vez se pusieron las gafas de visión térmica se alteraron, no por mi presencia, si no por la del ente indescriptible que aguardaba en la sala.

El oficial transmitió la orden de eliminar al sujeto primigenio.  El doctor, indignado, cuestionó las órdenes de la sección, pero el oficial insistió en que no se interpusiera.

Dispararon. Escuché un grito, o un aullido, dominante entre los múltiples chillidos de dolor.  El cráneo del jefe de sección rodó hasta debajo de la camilla. Probé sus gafas por un instante. El flagrante rojo dominaba cada rincón explorado. Todo ser antropomórfico se oscurecía.

La bestia primigenia arrancaba, despedazaba, y devoraba a placer. Los pocos supervivientes que quedaron trataban de escapar, pero no podían. La única salida estaba bloqueada. La bestia baño sus fauces hasta saciarse.

Esperé en silencio. Pensé que tarde o temprano desbloquearían la salida. La bestia se acercaba a la camilla, atraída por mi olor, o quizá por instinto. Los pálpitos cardiacos alentaban su llegada. Los pigmentos de mi piel me traicionaron. Era su presa, pero, si algo me causaba auténtico pánico, era observar al doctor Philbert, y tener la certeza de que sobreviviría.

Hoy he matado a tantos como antaño mató el sujeto primigenio, y sin embargo no puedo rebelarme. Philbert controla cada componente de mi cerebro, Ha extirpado áreas de mi lóbulo frontal, e implantado tejidos de otros mamíferos.

Desconozco si pueden verme o escucharme, el único privilegio que me queda es el de pensar,  y ni siquiera sé por  cuanto tiempo.

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