Mordisco De Caballo

star star star star star

Mi padre trabajaba en el matadero. Destripó un cerdo la primera vez que probé el café. Vomité sobre las tripas del chorizo. Nunca me gustó el café.

Tenía la costumbre de traernos de cada matanza los restos de carne que a pesar de estar en buen estado no se podían comercializar.  Mamá gustaba de cocinar la ternera poco hecha. Los chicos de mi edad, montaban en bicicleta, pero cuando se acercaban a nuestra casa pedaleaban más apurados. El ruido distraía a mamá.

Teníamos una finca que heredamos de mi abuelo Eugenio. Las higueras alcanzaban la segunda planta de nuestra casa, y la terraza estaba repleta de rosales que la bordeaban. Solíamos jugar mis primos y yo en aquel espacio soleado delimitado por una barandilla. Me gustaba apoyarme en ella, y contemplar los terrenos baldíos sobre los que cabalgaban los jinetes.

Los veranos eran solitarios sin la compañía de mis primos. Los animales de la huerta guardaban recelo ante mi presencia. Los perros se desplazaban a hurtadillas, los gatos huían despavoridos, y las vacas berreaban, pero hubo unas aves en toda la huerta que me provocaban repulsión. Las gallinas se atacaban entre sí dentro de un pequeño cerco. Una vez, abrí el cerco para detenerlas. Me desgarró la mano la más cercana. Mamá le retorció el pescuezo a la mañana siguiente.

Admiraba a los jinetes. Eran capaces de montar sobre los caballos más rudos y galopar sobre los terrenos más irregulares del páramo leonés. Desde la barandilla imaginaba  las pezuñas de cada caballo atravesando los granos de trigo. Su trote me transmitía una cercanía que nunca encontré en mi hogar.

En las rutas que tomaba todas las tardes, divagaba y pronunciaba los múltiples códigos y sentencias que aprendí de tantas películas sobre caballeros medievales. En ocasiones me armaba con un palo de madera y me batía en duelo con alguno de los vecinos de mi pueblo. Los demás chiquillos corrieron la voz.

 Pronto se enteró mi madre de mis correrías. Tras azotarme, confesé llorando mi profunda obsesión por los caballos. Tras discutir sobre lo peligrosos que eran, me prohibió acercarme a cualquier establo. No entendía por qué mamá era tan dura conmigo. Anhelaba visitar la cuadra.

Durante los días posteriores, mamá vigilaba a dónde iba.  Quise acercarme a pesar del castigo, pero en mi pueblo todo el mundo se metía dónde no le llamaban. Decidí desobedecer de noche.

Sobre las dos de la mañana, las farolas dejaron de iluminar la carretera.   Descendí por las ramas de una higuera.  Me raspé una rodilla. Soporté el escozor  apretando cuanto pude los dientes. No quería alarmar a nadie.

Proseguí por el camino de tierra evitando los zarzales.  Desde la oscuridad de los campos comprobé que el único lugar iluminado de todo el pueblo era una especie de prostíbulo.  Los otros niños tenían razón. La ruta continuó en los alrededores del cementerio. Mamá siempre decía que allí descansaban las almas, pero esa noche no vi ninguna.

Llegué a las fincas de Pascual. Me desplacé hasta la cuadra a través de los húmedos surcos que habían cavado. Trataba de no pisar las hortalizas.  La oscuridad de la noche hizo que me tropezase y, sin querer, aplastase una de las zanahorias.

En la cuadra, una verja custodiaba a los caballos. El agua de los bidones era escasa.  De entre los dos equinos que descansaban sobre la planicie, uno de ellos era un pequeño potrillo que parecía estar sano, el otro era un jamelgo desnutrido, ya mayor, que rebuscaba entre los bidones. Toqué los barrotes del cercado y, de un silbido, llame al famélico jamelgo.

Acercó su crin a la malla metálica que nos separaba. Introduje los dedos en los agujeros del cerco y roce la crin de su nuca. Pausadamente acariciaron mis manos su pelaje, y bajaron por sus carrillos hasta dar con la parte inferior de la boca.

Sonó un disparo. Escuché los aullidos de un lobo. Mi corazón se aceleró. El jamelgo relinchaba. El potrillo brincó hasta alejarse. Traté de calmarlo, pero por culpa de un arrebato del caballo, mis dedos quedaron acorralados entre sus dientes.  Tiraba con fuerza. Índice y corazón se deslizaron por su lengua. Apretaba sus encías delanteras. Chillé de dolor. El anular se desgarraba. Mi falange se rompió.

Saqué mi mano de la verja. Sujeté mi propia mano y, atónito, comprobé que, a pesar de seguir sintiendo el movimiento de mi anular, ya no estaba. Miré al caballo. Masticó mi carne. El muñón expulsó mucha sangre. Manché los fardos de paja. Desfallecía. Caminé tratando de llegar a la casa más próxima. Pedí socorro. Grité. Mi visión se nublaba. Creí ver la silueta de un hombre armado. Distinguí el brillo de su escopeta. Perdía el sentido. Mis piernas flojeaban. Mi cuerpo se derrumbó.

 Mantenía la consciencia.  Mis manos entumecidas apenas lograban moverse.  Escuché los pasos cercanos de ese hombre. — ¡Si es el hijo de Carmina! ¿Qué hacías en el establo? —preguntó Pascual mientras con su linterna enfocaba mis manos— ¡Oh, Dios! ¡Ahora mismo te saco de aquí muchacho! Hay que curarte esa herida.

 Pascual improvisó una venda con un trozo de tela que arrancó de su camisa. Me cargó en brazos hasta su casa. Leandra, su esposa, me atendió presionando en la herida para evitar el sangrado, mientras llegaba el médico de urgencia. Mientras su esposa me cuidaba, Pascual marchó en busca de la parte cercenada.

El rastro de sangre que secó en el pajar le llevó hasta las afueras del establo, pero no encontró el anular, sin embargo, los relinchos ansiosos del potrillo le alertaron. — ¡So! —gritó Pascual mientras se armaba con su escopeta. —¿Habrá sido un lobo? No veo ninguno cerca —pensó para sí mismo, pero la sangre seca de los barrotes le demostró que se equivocaba. Entró en la cuadra y, entonces, observó el morro ensangrentado del jamelgo. —Maldito penco, solo era un niño —dijo Pascual,  dispuesto a terminar su búsqueda. Apoyó la escopeta en su hombro y disparó.

Tras llamar Leandra a mi madre, trató de despertarme con pequeñas bofetadas. El médico estaba tardando mucho. Llegó antes mamá y, sin delicadezas, me cruzó la cara. Desperté ipso facto.  La señora Leandra me ofreció un café para despejar el sueño. No quise, pero me obligaron.

El médico reacondicionó el muñón. Poté el café durante el proceso. Se aseguró de prevenir cualquier infección, y colocó una férula en el trocito de carne que aún conservaba.

Durante las semanas siguientes comimos carne de caballo. Pascual había matado al viejo corcel como disculpa, y Papá nunca desaprovechaba nada.

No quise saber más acerca de los caballos de Pascual. En ocasiones otros chicos comentaban lo divertido que era trotar por el monte, pero con cada palabra un terremoto de temblores sacudía a mi pecho. Temía su presencia.

Frecuentaban en mi mente las pesadillas con  manadas de caballos que corrían tras de mí. Trataba de huir, pero siempre me alcanzan. Sus cuatro costados me rodeaban, de una coz me tiraban contra el barro, y sus quijadas arrancaban mis brazos y piernas. Era tan sentido el dolor que imploraba que con sus pezuñas me aplastasen el cráneo. Sin embargo, en aquellas persecuciones podía mover ese anular perdido que en el mundo real era motivo del escarnio de mis compañeros. Sueños y despertares formaron parte de una misma pesadilla, y mi dedo un recordatorio de mis temores hechos realidad, temores que no pude afrontar hasta pasados diecisiete años.

Tras finalizar mis estudios quise visitar el hogar, que mis padres abandonaron tiempo atrás, antes de su traslado a Ponferrada. Las higueras deshojadas, sin fruto, transmitían el ambiente desamparado  de este pueblo en el que habitaban tan solo veintisiete personas.  Los hermosos rosales de antaño perdieron su flor, permanecieron solo sus espinas. Subí las escaleras de la casa, y entré en aquel patio donde solía vislumbrar a los jinetes. Observé nostálgico aquellos páramos, pero, ante aquellas tierras baldías, lo único que henchía mi pecho eran los recuerdos engañosos que imaginé durante mi infancia.

No había rastro o presencia alguna de los corceles en aquellos campos. Comprobé si mi sentido de la vista me había traicionado, pero no era así.

Decidí tomar el aire.  Descubrí a través de una vecina que hacía tan solo unas semanas la señora Leandra había fallecido.  Me aproximé a la casa de Pascual, quería presentarle mis condolencias.

Durante la travesía que tomé, vi desde varios kilómetros de distancia, que aquel prostíbulo seguía abierto como negocio de carretera, que el cementerio tenía el doble de lápidas, y que, en la finca de Pascual, aún había un caballo. —Debe de ser el potrillo de aquella vez —pensé, mientras un resquemor calaba en mi pecho. Imaginé sus dientes mordiendo las extremidades de mi cuerpo. —Podría darle mañana mis condolencias —pensé por un instante, pero ya no era ese niño asustado. Debía afrontar ese temor.

Avancé hasta aquella verja oxidada. Escuché el relincho del viejo potrillo. — ¿Estás solo aquí? Pobrecillo  —le dije, mientras trataba de sacar la lengua de su embocadura. Todas sus costillas se marcaban en su costado. Las cicatrices provocadas por los azotes de la fusta formaban enormes costras que se cruzaban con las costillas.

En los alrededores de la cuadra encontré el antiguo bidón de agua reseco, vacío, y oxidado por el paso del tiempo. Saqué una cantimplora de mi mochila y, le di de beber al pobre jaco.  Dio un pequeño brinco de alegría. Por un instante el caballo apoyó el cuello sobre la malla y, le acaricié. —No te preocupes, potrillo,  pronto te sacaré de aquí.

Saqué de mi bolsillo una navaja y corté las varillas de la malla metálica. Dispuesto a acompañarme, el viejo potrillo atravesó el hueco. Trotaba despacio, agotado por la desnutrición que asolaba en cada uno de sus músculos. Las lágrimas brotaron de los ojos del caballo. Miraba al horizonte, como si su deseo de recorrer aquellas tierras pudiera hacerse realidad.

— ¡Quieto ahí! ¡Ladronzuelo! —dijo Pascual, mientras me apuntaba con su escopeta— ¡Las manos arriba!¡De rodillas!

Puse mis rodillas sobre la tierra, levanté las manos. — Mis condolencias señor Pascual —Miró mis manos detenidamente.

 —El hijo de Carmina… —dijo mientras apartaba el cañón de su escopeta—Cuánto has crecido jovencito… ¿Por qué intentabas robarme?

—No le estaba robando, señor Pascual, tan solo… desde que perdí este dedo he temido a los caballos, pero hoy decidí afrontar ese miedo.

—Entiendo hijo, hay cosas que nunca se olvidan, pero no hay nada que temer en estos animales.

—Si así es. Quizá… pero, al ver este caballo tan desnutrido, pensé que era momento de liberarle.

—Tienes razón —respondió Pascual, quien se dispuso a apuntar al caballo. Traté de detenerle, pero, antes de pronunciar palabra, disparó. Los perdigonazos atravesaron su costado. La sangre broto hasta manchar la tierra como antaño. Desde ese día comprendí que el único animal al que debí temer era el ser humano.

Si que gustan los relatos compartelos, así ayudarás a los escritores a darse a conocer. Gracias. Postpad.net

Últimos Relatos

story-paragraph

En el Medio Oriente, Aiko, una ingeniera aérea, descubre un espejo de jade con grandes poderes celestiales. Junto a Hiroshi, enfrenta una lucha de poderes. Despertando a los dioses mecánicos para restaurar la armonía, forjando un equilibrio en el cielo metal y la tierra seda.

 

story-paragraph

Y se hizo uno con su entorno.

El bisturí atravesó mis tejidos hasta desgarrarme el abdomen. Palparon mi intestino grueso. En las manos de mis torturadores parecía un gusano.  Indefenso, oprimieron mi órgano con múltiples tenazas, y utilizaron los alicates para estrujar cada milímetro de intestino...

story-paragraph

Escúchame Silvia, te he traído hasta aquí por una razón. Aunque estés atada y amordazada, debes confiar en mí, por eso somos amigas. No te preocupes corazón, estoy aquí, contigo —beso tus mofletes—. Mira mis ojos, respira; acuérdate de cómo jugábamos juntas ...