Tetera
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Conocía a Laura por internet. Pelirroja, digamos de uno setenta, francesa. Comenzamos una charla sobre feminismo e ideologías racistas que desembocaron en la guerra de guerrillas, después pasamos a lo de Manu Chao, la Pepsi y la Coca; el caso es que cualquiera crea paradigmas relativamente interesantes, puede ser que se traten de ideas científicas o de una simple conversación acerca de un jabón, lo cierto es que en la pantalla de una máquina se podría confeccionar hasta un nuevo culto.
Convenimos un encuentro en un lugar razonable, su departamento. Rodarte, avenida sur, fraccionamientos Los Álamos, número 17.
Toqué la puerta. Después me di cuenta del botón del timbre y lo pinché, sonó como un pajarito. Miré por la ventana para buscar la silueta de caza y enseguida mi vista topó con una falda azul, camiseta de cuello ve, cabello liso y rojo sujetado con una mariposa. Abre y me conoce de inmediato. Sonríe.
—Pasa —me dice, con acento galo.
Yo saqué las sucias uñas.
—Espera, me es inusual ser así. No soy ése que tú quieres inventarte y tampoco un caballero. Me gasté cinco horas de charla y recuerdo que hablamos de que yo bebería tu sangre y te rendirías a mi Síndrome Renfield. ¿Acaso crees que bromeaba?
No mentía. Quería tomarla del cuello ahí mismo y atascarme de su delicioso néctar vital.
Su sonrisa se deshizo como una flor marchita. Yo esperaba el azotón de su puerta justo frente a mi cara y que me dijera que estaba yo enfermo, que iba a llamar a la policía si no me largaba de inmediato; sin embargo, me invitó a pasar.
—Pegfegto. ¡Quíteme la gopa! Muégtrame el gan mashio mehicano que eges. ¡Anda!
Hablaba español galo irresistible. Y pensé en darle un giro.
—Mejor te enamoro.
Fue como llegamos al sofá y hablamos de programas antiguos, y de ese panteón francés donde descansa Brodsky, y de los New kids on the block, de la Pepsi y la Coca. Pero ella era más lista que yo.
—¿Quieges café? Pongré la tetera.
Yo veía en su falda azul una luz de sol en estío, el escote generoso y su rostro de pin-ups.
Me tomó el cuello.
—¿Sabeg que puedo amagte? —Me dijo.
Subí la vista para ver su póster de Madona con un blazer y diamantes, seguro estaba cantando Like a prayer, pensé.
—Cuando suene la cafetera te ofreceré mi corazón —le dije.
Después, añadió con un susurro que pareció un maullido:
—Mígame a los ojos. Dime que mienteg, que me amag.
—Es verdad, miento, te amo.
Apagó la lámpara, sacó unos dientes enormes en la oscuridad y se lanzó a mi cuello, alcanzó mi carótida, la yugular, mi corazón lo vomitó y yo mirando, sintiendo sin poder fallecer. Estaba extasiado, hecho pedazos, a punto de irme al otro mundo. Y sí, la cafetera nunca hizo ni pif.