Las Tres Puertas
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Aquel día amaneció nublado, un año había transcurrido desde que la apresaron. Lucy se encontraba sin motivos para celebrar, no fue encerrada en la cárcel municipal, nunca cometió algún delito, las razones del cardenal para recluirla en aquel viejo convento eran otras. Eso ya no tenía importancia, pasaba el tiempo soñando y contemplando el verde del campo a través de los barrotes de su única ventana.
Se arregló un poco el pelo y se sentó en su catre, único mobiliario que existía en su celda. Acarició sus tres collares, aquellos que la acompañan desde su tierna infancia, cuando la abrupta muerte de su madre los convirtiera en su posesión más valiosa; habían pertenecido a su abuela, quien los heredó a su madre, y ahora le pertenecían a ella.
Decidió que no esperaría más, aquella prisión solo podía retener su cuerpo físico; su mente realizaba un viaje imaginario cada noche. En ocasiones sus sueños le parecían demasiado reales, tanto que, al amanecer descubría que sus manos estaban sucias de tierra o sus zapatillas cubiertas de arcilla. Para ella era inexplicable lo qué sucedía mientras dormía.
Desde su niñez vivió alejada de Dios, nunca pudo creer en aquel ser divino y menos ahora. En su nombre la tenían retenida sin explicación alguna y obligándola a escuchar todos los días sermones y rezos que no producían cambios en la vida de sus captores. La misericordia que tanto pregonaban no existía dentro de las paredes de su prisión.
Se concentró buscando entrar en trance, algo similar a una hipnosis autoinducida. En su último sueño descubrió la forma de salir de aquel lugar, y el primer paso consistía en realizar aquel procedimiento para despertar algo en su interior que la ayudaría a liberarse; de pronto, llegó la criada interrumpiendo el ritual en que se encontraba, con el pretexto de llevarle su merienda.
Se introdujo en su celda de forma silenciosa. No la percibió al entrar, sin embargo, se atrevió a tocar sus collares sagrados; no debió hacerlo, inmediatamente surgió de sus entrañas el demonio que alojaba en su cuerpo. Con fuerza brutal la arrojó fuera de la celda. Lo que pasó a continuación no lo recordaba, despertó minutos después, y la celadora estaba desmayada en el piso.
Al observar la puerta abierta decidió huir para dejar atrás aquel lugar. Al salir de su celda encontró un pasillo que parecía interminable, un sinfín de puertas selladas con barrotes que por alguna extraña razón no permitían ver a su interior, alguna fuerza impedía el paso de la luz en cada celda que dejaba atrás. Llegando a una esquina dobló a la derecha y se encontró la misma situación, con más celdas que invadían cada lado del pasillo.
Caminó lo más rápido que sus cansados pies se lo permitían. Estaba asustada, no deseaba despertar nuevamente al demonio; en esos momentos necesitaba estar consciente. Al final del pasillo volvió a encontrar una esquina; dobló a la izquierda en esta ocasión, encontrando a pocos metros el camino flanqueado por tres puertas. Intentó abrir la primera, pero no le fue posible hacerlo, se encontraba trabada; intentó la del centro, la cual abrió sin dificultad; una oscuridad total impedía ver en su interior. No podía dar marcha atrás, así que decidió pasar, pero al hacerlo tropezó con lo que parecía un catre.
Se arregló un poco el pelo y se sentó, se sentía agitada por el largo caminar. Cerró los ojos y se concentró, debía planear qué hacer. Pensó en regresar para abrir la tercera puerta, cuando de pronto, la criada mencionó que le traía la merienda. Sin abrir los ojos escuchó cómo se abría la puerta de su celda, y unas manos ásperas tocaron su cuello en busca de su posesión más valiosa...
En esta ocasión no sería sorprendida por aquella mujer. Decidió atacar primero; abrió los ojos percatándose que la habitación tenía la luz encendida, y se abalanzó sobre la criada haciéndola tropezar y provocando que la charola con las viandas se esparciera por el suelo. Salió de la habitación, en su camino desprendió las llaves de la chapa de la puerta cerrándola con fuerza y encerrando con llave a su celadora que no tuvo tiempo para reaccionar.
Debía apurarse, el camino a seguir se mantenía fresco en su memoria. Llegó a su destino con el firme propósito de escapar. Pensar en su libertad la excitaba por dentro de tal forma que perdió el conocimiento al ver la luz del sol al traspasar aquella misteriosa tercera puerta.
Lo siguiente que recordaba era despertar de madrugada en un jardín plagado de hierba, con su ropa rasgada y sin calzado alguno. El frío la estremecía, y se dispuso a buscar a su alrededor algo que le brindara un poco de calor, encontrando unos periódicos viejos con los cuales se cubrió.
Con los primeros rayos de sol descubrió que se encontraba en la parte alta de una loma desde donde pudo observar un poblado cercano. Tuvo miedo de acercarse. Al doblar los periódicos que le brindaron cobijo leyó con curiosidad su encabezado: El convento resultó calcinado junto a todos sus habitantes debido a un inexplicable incendio.
El diario mencionaba que los pocos testigos que se acercaron al ver las grandes llamaradas en la noche trataron de ayudar a las monjas a escapar de las llamas, pero estas les impidieron el acceso, y solo pudieron contemplar aterrados sus rostros tras los barrotes de las ventanas, consumiéndose lentamente por el fuego. No hubo sobrevivientes. La policía local investigaba la extraña declaración de un campesino teporocho; balbuceaba cosas sin sentido sobre una extraña criatura que vio salir entre las llamas desplegando unas enormes alas para después emprender el vuelo y perderse entre las nubes.
Lucy caminó sin rumbo hasta caer la tarde. Desorientada decidió buscar refugió. En la oscuridad de la noche alcanzó a atisbar las ruinas de una construcción abandonada a donde dirigió sus pasos. Le parecía familiar aquel lugar. Entró con cautela recorriendo a tientas su interior, hasta que atravesó una puerta con barrotes y tropezó con algo.
— ¿Un catre? — se preguntó. Se arregló un poco el pelo y se sentó.
Estaba agotada. Cerró los ojos para concentrarse, debía planear qué hacer, necesitaba regresar y abrir aquella puerta cerrada. El silencio se rompió por la presencia de la criada al traer la merienda; alcanzó a oír el rechinido de la puerta de su celda. Sin importar su cansancio reunió las fuerzas necesarias para actuar.
Gritó con tal intensidad que rompió todos los cristales del convento. El hábito de cada monja empezó a mancharse por un pequeño hilo rojo que escurría de sus oídos. El silencio para todas era total, ninguna escuchó la risa sardónica que aún es recordada con temor por la gente del pueblo cercano.
La transformación había comenzado. Tomó el llavero de las manos temblorosas y ensangrentadas de su celadora que yacía hincada en el piso rezando, y salió de la habitación con calma; no tenía prisa alguna, algo en su interior le decía que nada se interpondría en su búsqueda de libertad. Recorrió el camino ya conocido, y probó al azar una llave de aquel manojo con tal suerte que, al intentar abrir la primera puerta, esta cedió con facilidad.
Cruzó al otro lado e inmediatamente su cuerpo terminó su transformación, la luz de aquel lugar borró todo rastro de sufrimiento en su ser. Pensó por un instante «quien dijo que el infierno es oscuro nunca ha estado en él». Su cuerpo, tras la metamorfosis, gozaba de una nueva vitalidad; ya no sufría el tormento de aquel encierro. Cerró la puerta de una coz, y sin sentir la necesidad de extender sus alas, se alejó trotando emocionada por aquel lugar de extraordinarias llanuras.