Réquiem En El Vacío

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El frío abordó primero: una sensación gélida que se arrastraba bajo la piel de Adán, como si sus venas transportaran hielo en lugar de sangre. Luego llegó: el vacío —un hueco inexplicable que parecía crecer en su interior con cada latido de su corazón... o al menos, con lo que deberían ser latidos.

Frente al espejo del baño, contemplaba su reflejo con horror. Sus ojos, hundidos de forma sombría; su piel, de un gris enfermizo, parecía translúcida bajo la luz amarilla de la lámpara. Con dedos temblorosos, recorrió su pecho, buscando desesperadamente el familiar pum-pum que debía estar allí, pero nada.

—Es… imposible… —murmuró, con una voz rasposa y distante como si proviniera del mismísimo sepulcro—. Yo… estoy vivo —rió incrédulo. —Tengo que estarlo…

Sin embargo, la duda se había instalado en su ser cual parásito que devoraba su cordura poco a poco.

Acudió al médico y los días se convirtieron en una pesadilla de consultas sin fin. Adán se sometió a un desfile interminable de exámenes; electrocardiogramas que mostraban una frecuencia cardíaca inexplicablemente lenta, radiografías revelando pulmones con aparente funcionalidad cuando él juraba no sentir su respiración e incluso análisis de sangre que arrojaban resultados contradictorios.

Cada especialista ofrecía la misma mirada de perplejidad, acompañando de una conclusión desconcertante que sólo servía para alimentar su creciente temor. Los médicos murmuraban entre sí, lanzando miradas furtivas a sus resultados, como si estuvieran ante un enigma médico sin precedentes.

La frustración y el miedo se acumulaban en el pecho de Adán, con cada prueba fallida y diagnóstico inconcluso hundían más al pobre hombre en un abismo de desesperanza e incertidumbre.

Una mañana Adán se encontraba sentado en la sala de espera de la consulta neurológica, sus manos temblaban levemente mientras observaba las revistas médicas desperdigadas. Los resultados de sus exámenes seguían sin dar una explicación clara, y la duda carcomía su cordura. La Dra. Lara Shelley revisaba una vez más sus notas. A sus 46 años, ya había pasado más de una década como jefa del departamento de Neurología en uno de los hospitales más prestigiosos del país.

Su cabello castaño recogido en un moño desordenado delataba las largas horas de trabajo que este caso le había demandado y aunque este en particular la había dejado perpleja, Lara siempre se comprometía en cuerpo y alma con cada paciente, esta vez no sería diferente.

Al entrar a la habitación, Lara le dedicó una calurosa sonrisa a Adán para tranquilizarlo. Su voz suave pero enérgica lo sacó de sus pensamientos:

—Adán, puede pasar ahora. —al levantar la vista, vió a su médica parada frente a él, tendiéndole una mano para ayudarlo a incorporarse.

Dentro del consultorio, inmediatamente reconoció al Dr. Clerval, un renombrado cardiólogo que había analizado su caso, junto a una enfermera que traía la tabla con los últimos resultados. Al tomar asiento, Shelley finalmente pronunció con condescendencia palabras que marcarían un antes y un después en la existencia de su paciente:

—Síndrome de Cotard —explicó, detrás de sus anteojos de montura roja, unos curiosos ojos verdes que escudriñaban una mezcla de fascinación profesional y genuina preocupación—. Es una condición rara donde el paciente cree estar muerto o que partes de su cuerpo han dejado de funcionar.

Mientras hablaba, Adán notó cómo los ojos de la doctora se desviaban momentáneamente hacia las lecturas de sus signos vitales; una sombra de duda cruzó su rostro, manteniendo una expresión seria, sus manos no paraban de tamborilear ansiosas sobre la mesa. Se aclaró la garganta, un gesto que parecía más de nerviosismo que de una deducción lógica.

—Aunque... —continuó, su voz vacilando ligeramente— debo admitir que su caso es... inusual, incluso para los estándares del Síndrome.

Adán observó cómo la médica intercambiaba miradas con sus colegas, quienes se movían inquietos en sus asientos.

—Lo que tratamos de decir es que sus resultados son... desconcertantes… —añadió el Dr. Clerval, inclinándose hacia adelante con una expresión de intriga mal disimulada—. Teóricamente, con estos signos vitales, usted no debería... bueno, pues no debería estar aquí conversando con nosotros.

El ambiente en la sala se volvió pesado, cargado de una mezcla de confusión científica y un temor casi supersticioso. Adán sintió cómo la línea entre la realidad y su percepción se difuminaba aún más, alimentada por la aparente incertidumbre de aquellos que deberían tener todas las respuestas.

Quiso reír, pero el sonido se atoró en su garganta, transformándose en un gemido ahogado.

—Y… ¿qué es lo que creen? —la pregunta salió como un susurro ansioso y desesperado—. ¡Dios mío Doctor!, ¿y si realmente estoy muriendo?... ¡no siento nada!, ¡es como si no existiera!

—Señor, cálmese… elevar su presión no ayudará. —decía con timidez la enfermera tratando de apaciguar la situación.

—¡¿Cómo me piden calma cuando ni siquiera saben si tengo pulso?! —contestó Adán conteniendo lágrimas de coraje.

El médico le ofreció una sonrisa comprensiva, pero el gesto no llegó a sus ojos.

—Tu mente está jugando trucos contigo, Adán —insistió, aunque una sombra de duda cruzaba por su rostro—. Tus órganos funcionan perfectamente. Los hemos revisado todos.

Las palabras del doctor sonaban huecas, tan vacías como se sentía por dentro. Adán se retiró a su casa, agotado emocional y físicamente, juraba que podía sentir el espacio donde deberían estar sus órganos: un abismo frío y oscuro que amenazaba con tragárselo cual hoyo negro. A metros de su cama apenas logró quitarse los zapatos antes de caer profundamente dormido.

El sueño, cuando finalmente llegó, no trajo alivio ni descanso alguno. La oscuridad lo envolvió, densa y opresiva como alquitrán. Flotaba en un vacío sin fin, su cuerpo una cáscara hueca en un mar de nada. Y entonces los vió: sus órganos, suspendidos en la negrura como grotescas constelaciones nocturnas de carne y sangre, como si fueran nubes en el cielo.

Ver sus propios órganos flotando frente a él, pendiendo en el aire. Su corazón palpitaba lentamente, cada contracción visible en un ritmo doloroso y lejano; la pregunta lo atormentaba: ¿cómo podía latir fuera de su pecho? Sus pulmones, se expandían y contraían de forma hipnótica, absorbiendo un aire que no existía.

Adán quiso gritar, pero no tenía boca. Intentó apartar la vista, mas no tenía ojos. Sin cuerpo, sólo era una mente suspendida en la demencia. Miró su cuerpo desde afuera y comprendió con horror que estaba vacío, no quedaba nada que alojara su alma, condenado a ser un espectador impotente de su propia descomposición, observando cómo las partes de su ser se alejaban lentamente de él.

El despertar fue violento. Su cuerpo, empapado en un sudor frío que olía a podredumbre, lo sacudió con espasmos incontrolables. La pesadilla había roto completamente sus barreras mentales. Se levantó tambaleándose, su mente inundada con un tornado de negación y horror.

—Fue… fue sólo un sueño… —se dijo a sí mismo, pero las palabras sonaban huecas incluso para él.

Los días se fundieron en una bruma de realidad deformada. Adán se movía por el mundo como un fantasma, desconectado de todo y de todos. Era como si estuviera viendo la vida a través de un cristal empañado, incapaz de tocarla o sentirla realmente.

Cada noche, el sueño lo devolvía a ese limbo oscuro, y con cada regreso, sus órganos se veían más distantes, más ajenos. Se resignaba a observarlos en silencio, ya sin sorpresa ni horror, sumiso a su deterioro. Veía cómo, lentamente, se marchitaban y descomponían, aceptando con una apatía sombría que lo inevitable ya estaba en marcha.

Una mañana, antes de ir a consulta como cada semana, mientras se afeitaba, sus temblorosas manos se cortaron la barbilla, haciéndola sangrar. Tomó una toalla húmeda para limpiar el corte, pero se paralizó horrorizado al ver en su reflejo que a través de las delgadas líneas rojas, no había estructuras internas de su cara, sino un vacío sin fin. La respiración de Adán se atoró en su garganta. Con temor, lentamente bajó su cuello para inspeccionar más. Su piel era pálida y traslúcida sobre un vacío de negrura en su interior.

Adán tambaleó hacia atrás, acongojado, lanzó la lata de espuma de afeitar contra el espejo rompiéndolo en mil pedazos.

—¡¿Qué demonios me está pasando?! —a través de ojos empañados en lágrimas, incrédulo de su condición, una idea siniestra cruzó su mente enloquecida.

Tomó un pedazo de cristal que había caído y, con mano temblorosa, lo presionó contra su pálido antebrazo abriendo una fea herida. Con horror, vió que no brotaba sangre, sólo oscuridad. Adán gimió y cortó más profundo, desgarrando músculos inexistentes. Su brazo se había convertido en un túnel insondable que no llevaba a ninguna parte. Sólo vacío. Vacío donde deberían estar sus venas, arterias y huesos.

Con un alarido de agonía, Adán atacó su otro brazo, y luego su abdomen, dejando un reguero de horribles cortes que no contenían nada. Comprobó con certeza absoluta aquello que su alma se negaba a creer. La revelación lo golpeó con la fuerza de un maremoto: no estaba loco. Sus órganos realmente habían cruzado a otra realidad. Lo que lo mantenía “vivo” era apenas un hilo tenue entre dos mundos, una conexión que se debilitaba con cada segundo que pasaba.

Exhausto y desvaneciéndose, dejó caer el cristal. En ese momento, rodeado de los pedazos de su identidad hecha añicos, sus últimas esperanzas se quebraron bajo el peso de tan espantosa revelación: no estaba en coma, no estaba soñando. Esto era real.

Fue entonces cuando una idea surgió en su mente, tal vez no todo estaba perdido. Si sus órganos reaparecían en sus espantosas pesadillas, quizás podría recuperarlos sometiéndose a un sueño aún más profundo. Tal vez si exploraba los confines de su mente, hallaría la forma de rearmar su cuerpo.

Con determinación febril, Adán se arrastró hasta su habitación sumergiéndose en un sueño autoinducido con píldoras; sintió como su conciencia atravesó el velo entre mundos como carne putrefacta.

Al abrir los ojos el vacío lo recibió, vasto e insondable. La oscuridad no era mera ausencia de luz, sino una entidad viva que pulsaba con malevolencia. Flotaba en la nada, su cuerpo etéreo apenas asemejando su forma física, cada movimiento acompañado por una sensación de frío traspasaba los límites de lo material y se clavaba en su misma esencia. Y allí, reluciendo a la distancia suspendidos en el abismo como grotescas joyas, estaban sus órganos.

El silencio era ensordecedor, roto sólo por un zumbido bajo y constante que parecía emanar del espacio mismo. Un hedor nauseabundo, invadió sus sentidos: una mezcla de dulzor enfermizo y acidez metálica que evocaba la putrefacción.

Intentó gritar, pero el vacío engulló su voz, dejándole la sensación de ahogo y desesperación que se arrastraba por su garganta como bilis. Extendió una mano temblorosa hacia sus órganos, impulsado por un deseo visceral de reunirse con las partes perdidas de sí mismo. Sin embargo, antes de que pudiera tocarlos, las sombras se materializaron —amenazantes y voraces— dispuestas a defender su macabro tesoro.

Ante sus horrorizados ojos, las sombras tomaron forma: amorfas, retorcidas parodias de forma humana que se arremolinaban alrededor de sus órganos, como buitres hambrientos.

Sus voces, un coro de susurros ásperos, erizaban cada fibra de su ser, e invadían su mente como un enjambre de avispas venenosas:

—¡Demasiado tarde! —sisearon las sombras al unísono—. Tu tiempo entre los vivos ha terminado…

Adán gritó, un sonido desgarrador que se perdió en el vacío sin producir eco, amplificando la sensación de soledad y desesperación. Con un impulso desesperado, se lanzó hacia sus órganos flotantes, tratando de tomarlos y meterlos de nuevo en su cuerpo, pero sus manos etéreas atravesaban la carne como si no existiera.

—¡Son míos! —exclamó, su voz quebrándose por la angustia—. ¡Devuélvanmelos! Por favor…

Las sombras rieron; un sonido como uñas arañando pizarras que resonó en las esquinas más oscuras de su mente. Sus formas se contorsionaron en una grotesca pantomima de regocijo.

—¡Ya no te pertenecen! —respondieron con cruel deleite—. ¿Acaso no lo entiendes?, ¡tú ya no perteneces a ningún lado!

Una impotencia indescriptible se apoderó de Adán al observar como aquellos monstruos comenzaban a devorar sus órganos. Cada mordisco era un dolor indescriptible, comprendió que estaba sintiendo el dolor que su falta de órganos le había negado hasta ahora. Luchó contra la parálisis que lo mantenía inmóvil, cada fibra de su ser gritando en protesta.

En su agonía, la epifanía lo golpeó: esto no era un sueño, no era una alucinación. Era la verdad que su mente había estado ocultando desesperadamente, una realidad tan abrumadora que amenazaba con destruir los últimos vestigios de su cordura.

—Estoy muerto… —susurró Adán, las palabras cayendo de sus labios como gotas de sangre; cada sílaba era un epitafio para su existencia—. He estado muerto todo este tiempo.

Las sombras se detuvieron, sus formas ondulando con algo parecido a la satisfacción. Un silencio opresivo llenó el vacío, roto sólo por el eco distante de sus palabras.

—Veo que por fin lo entiendes —dijeron las sombras, saboreando su desesperación—. Pero es demasiado tarde para cruzar, demasiado tarde para volver. Estás condenado a estar atrapado aquí, con nosotros, para siempre… —sellaron destrozando con un hambre voraz lo que quedaba del corazón de Adán, sintiendo como su alma era arrastrada a un plano extraño, más allá de la vida terrenal.

En ese momento, como si fuera un eco distante de otro mundo, Adán escuchó voces familiares, una cacofonía de murmullos y luces para sus sentidos de ultratumba.

Eran los médicos, sus tonos profesionales teñidos de una tristeza resignada. “Hora de la muerte, 15:42,” declaró una voz que reconoció como la del Dr. Clerval. “Causa del fallecimiento: choque hipovolémico.”El sonido de un bolígrafo raspando contra el papel resonó en el vacío, como si estuviera firmando su sentencia final.

Quiso gritar que aún estaba ahí, pero su garganta ya no formaba sonidos. Fue testigo impotente de su propia autopsia, las palabras sobre su certificado de defunción retumbaron en sus huesos.

Su despertar fue como emerger de una tumba. Adán abrió los ojos a un mundo que ahora veía con claridad brutal. Su habitación, antes familiar y reconfortante, ahora parecía un escenario mal montado, una burla cruel de la vida. Intentó asirse a recuerdos queridos pero se le escapaban como arena entre sus manos.

Las sombras en los bordes parecían moverse con vida propia, recordándole la pesadilla de la que acababa de escapar... o de la que comenzaba a despertar.

Se levantó con movimientos mecánicos y desconectados uno de otro. Cada paso era un esfuerzo monumental, como si su cuerpo se resistiera a la farsa de vivir.

Frente al espejo, vió la verdad que había estado negando: su piel, antes de un saludable tono rosado, ahora tenía un matiz grisáceo, como el de un cadáver recién exhumado. Las venas azules y púrpuras se marcaban bajo su piel, formaban un mapa macabro de ríos sin vida. Sus ojos, antes brillantes y expresivos, estaban hundidos en cuencas oscuras, dos pozos vacíos que reflejaban la nada que ahora habitaba en su interior.

Sus labios, agrietados y pálidos, parecían incapaces de retener el color de la vida. Aquel cabello, antes abundante y oscuro, comenzaba a caer en mechones, revelando parches de cuero cabelludo de un blanco enfermizo. Sus uñas, quebradizas y amarillentas, se curvaban como garras inútiles. Adán observó, desvalido, cómo su cuerpo se convertía en una cáscara vacía, recordatorio constante de su estado entre la vida y la muerte.

No era un hombre enfermo; era un cadáver andante, una marioneta movida por los hilos de una conciencia que se negaba a aceptar su propia muerte. La realización lo golpeó con una oleada de náuseas, aunque su estómago vacío no tenía nada que expulsar.

Ahora vagaba por su casa, por las calles, consciente de que cada paso lo alejaba más de la vida que una vez tuvo. La comida se pudría en su boca, incapaz de nutrir un cuerpo que no necesitaba sustento. El sabor era de ceniza, condenado a que los placeres más banales ya no los podría disfrutar jamás.

El sol no calentaba su piel, el viento no refrescaba su rostro. Estaba desconectado de todo, un espectador en un mundo al que ya no pertenecía. Los colores parecían desvanecerse, los sonidos se apagaban; era como si el mundo entero estuviera perdiendo su vitalidad junto con él.

Las personas a su alrededor parecían fantasmas borrosos, no distinguía sus voces, sólo eran ruidos distantes y distorsionados. Adán se dió cuenta que estaba desapareciendo, desvaneciéndose lentamente de la realidad de los vivos. No obstante, tampoco podía cruzar completamente al otro lado. Estaba atrapado en una especie de limbo o purgatorio.

Mientras yacía en su cama, observaba cómo su cuerpo se descomponía lentamente. No habría paz, no habría descanso eterno. Su castigo, por aferrarse tan desesperadamente a una vida que ya no le pertenecía, era esta existencia a medias, este vacío interminable.

—Lo siento… —susurró con voz entrecortada a la oscuridad, similar a un hilo tenue que se perdía en el silencio opresivo de la noche. La disculpa flotaba en el aire, sin destinatario claro. ¿Se disculpaba consigo mismo por la negación que lo había arrastrado a este tormento?, ¿con la vida que no pudo soltar, cuyos placeres ahora se tornaban en cenizas en su boca?, ¿o quizás con la muerte, cuyo abrazo final le era negado, manteniéndolo en este bucle sin fin?

Mientras su conciencia se diluía, luchó contra corriente de la no existencia. Con un esfuerzo que parecía desgarrar la fibra misma de su ser, enfocó sus pensamientos dispersos, determinado a no desvanecerse sin dejar huella en el mundo de los vivos.

Intentó gritar, pero su voz se perdía en el viento como el suspiro de una hoja al caer. A su alrededor, como figuras desdibujadas en una fotografía movida, vió a su familia y amigos. Se movían ajenos a su presencia, sus rostros borrosos. Extendió una mano hacia ellos, pero sus dedos atravesaron la realidad como si fuera niebla, sin dejar más marca que el recuerdo de un escalofrío en aquellos que amaba.

Concentró toda su energía y fuerzas en mover objetos, dejar mensajes; cualquier señal que pudiera atravesar el velo entre los mundos. Pero el universo físico permanecía obstinadamente sordo a sus súplicas, inmutable ante sus esfuerzos cada vez más frenéticos.

Después de un tiempo, finalmente, exhausto y derrotado, ya no luchó contra su destino; lo abrazó como un amante largamente esperado. En ese instante de aceptación, Adán sintió cómo los últimos vestigios de su ser se desvanecían en la oscuridad.

Su conciencia, que antes se aferraba desesperadamente a la ilusión de vida, ahora se fundía con la nada. No hubo luz al final del túnel, ni coro celestial, ni juicio final. Sólo un silencio absoluto y una oscuridad que lo envolvía como un manto de terciopelo negro, llevándose consigo los últimos ecos de su existencia.

El sosiego que siguió fue tan profundo que parecía tener peso propio, roto sólo por el eco fantasmal de un corazón que nunca latió, en un cuerpo que nunca respiró, en un mundo que tal vez nunca lo reconoció. Adán, o lo que quedaba de él, se fundió con las sombras, convirtiéndose en parte integrante de ese limbo que tanto había temido. Su conciencia, ahora fragmentada y dispersa, flotaba en la eternidad. Se había convertido en un recordatorio silencioso de que existen destinos más terribles que la muerte, y que a veces, aferrarse con demasiada fuerza a la vida puede condenarnos a una existencia de vacío eterno, donde el tiempo pierde sentido y el ser, se diluye en la nada.

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