Cordura Perdida

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La luz, que antaño iluminaba mi vida, ahora se ha convertido en una sombra burlona, que se desliza por las paredes como una serpiente, dejando detrás de sí el rastro de mi cordura perdida. Vivo entre el crisol del olvido y la memoria rota, en un mundo donde el tiempo parece haberse deshecho como cera derretida. Mis pasos ya no suenan; me deslizo, más que camino, sobre un suelo que parece absorberme, engulléndome lentamente, sin compasión.

Recuerdo el día en que todo comenzó: aquel susurro en la esquina de mi mente, tan tenue como el murmullo de las hojas arrastradas por el viento en una tarde sombría. Al principio pensé que era el peso del cansancio, de la vida que pesa más conforme uno envejece. Pero era algo más. Algo más antiguo que los días, más insondable que el abismo mismo. Una presencia que se insinuaba en mis pensamientos, que danzaba entre las grietas de mi conciencia como una serpiente venenosa, esperando el momento perfecto para morder.

No lo vi venir. Ni siquiera cuando la voz comenzó a tomar forma, al principio solo palabras dispersas, como ecos de una realidad que ya no pertenecía a este mundo. "Míralo", susurraba, "mírala...". Era la misma voz que siempre había estado conmigo, pero ahora con una cadencia nueva, como si hablara desde un lugar más allá del tiempo, o quizás desde el mismo abismo que había comenzado a abrirse bajo mis pies.

La primera vez que la vi, pensé que era un sueño. Una mujer, tan hermosa que sus ojos parecían dos pozos de sombras, atraían mi mirada sin que pudiera evitarlo. Cada vez que sus ojos me encontraban, el aire se espesaba, las paredes se cerraban, y mi pecho se llenaba de un frío espantoso, como si la vida misma se desvaneciera entre sus dedos. No sé cómo llegó hasta mí, o si siempre estuvo allí, observándome en silencio, esperando el momento en que estuviera lo suficientemente roto como para ver su rostro. Pero, al final, la vi.

Esos ojos. La oscuridad infinita que los habitaba me devoró lentamente, día tras día. Lo supe entonces, sin duda alguna: ella era la llave. No la vida. No la muerte. Solo la puerta entre ambas, la puerta de un lugar que no debía existir. 

A medida que pasaban los días, los ecos de su voz se fueron intensificando, como un tambor de guerra que me empujaba hacia una locura cada vez más absoluta. En susurros que ya no solo eran palabras, sino órdenes: hazlo, deshazte de ella, libérate. Y mi alma, como un fiel perro, comenzaba a obedecer.

La visión de la mujer se desdibujó en mi mente. Ya no era solo su rostro lo que veía cuando cerraba los ojos. Veía sus manos, sus dedos alargados, como tentáculos, rozando mi piel, arrastrándome hacia un vacío más profundo que la propia muerte. Ya no entendía qué era real y qué no lo era. La gente a mi alrededor comenzó a desaparecer, o tal vez nunca existieron. No sé si fui yo quien los borró, o si ellos, como yo, simplemente elegimos desaparecer.

La última vez que la vi fue en un reflejo, en el cristal empañado de una ventana. Estaba detrás de mí, su figura encorvada, como una sombra grotesca que se arrastraba, buscando una salida. Pero esta vez, yo ya no temía. No importaba el dolor que mi mente atravesaba, ni los gritos ahogados que rasgaban mi garganta. No importaba la locura que me devoraba.

La puerta, por fin, estaba abierta. Y no había vuelta atrás. 

Ahora, ya sin rostro ni cuerpo, solo un susurro en la niebla, siento cómo la locura me consume en cada latido. El abismo está a mis pies, y el único camino hacia la libertad es rendirse por completo a ella. Lo que queda de mí ya no sabe si la muerte es el final o el principio de otro sueño aún más oscuro. Pero hay algo que, por un fugaz momento, me consuela: tal vez, al final, la locura no sea el castigo, sino la recompensa.

 

Persefone

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