Venganza

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Creo que estoy enferma de melancolía.

No es una declaración infundada. Tengo motivos de peso para decirlo. Es decir, hay síntomas que lo corroboran. En primera, soy bastante proclive al llanto. Nunca me derrumbo delante de la gente, pero en la soledad de mi departamento durante las noches es otra historia.

En segundo lugar, tengo el hábito de mirar viejas fotografías de mi niñez, de mi época de adolescencia y mientras experimento una terrible añoranza no puedo dejar de repetirme en mi interior: “¡Ah, que felices éramos por aquel entonces! Si tan solo las cosas volvieran a ser así…”

Y en tercera y última, estoy obsesionada con todo lo que no pudo ser. En mi vida, en la de otros.

Por lo general, en personas con vidas tristes. O finales trágicos.

Como es el caso de Analía.

Ella fue el principio del fin para mí.

Éramos mejores amigas. Íbamos en el mismo grupo, en la preparatoria, que fue el lugar donde nos conocimos. Su casa quedaba muy cerca de nuestra escuela, así que yo solía pasar a recogerla muy temprano durante las mañanas y antes de marcharnos, ella solía invitarme a desayunar. Era hija única. Sus dos padres trabajaban. De ahí que tuviéramos ese espacio solo para nosotras dos.

Conversábamos sobre artistas de moda. Música y telenovelas. Nos ayudábamos con las tareas y tomábamos yogur de fresa. El tema de los chicos también estaba presente, solo que no era el más importante. Había muchachos que me resultaban simpáticos, pero en mi caso, la situación nunca llegaba a más. Por su parte, Analía tenía un novio de la secundaria que, a veces, iba a buscarla al finalizar las clases.

Otros compañeros y yo lo habíamos saludado unas cuantas veces, pero él jamás se prestó a charlar con ninguno de nosotros. Y ella tampoco decía nada al respecto. Era cierto que Analía y yo nos contábamos confidencias íntimas, pero era como si él fuera un tema restringido. Una figura muy alejada que no debía tocarse. Aunque, nunca lo tomé a mal, pues pensaba que mi amiga solo era reservada respecto a su noviazgo en concreto.

Sin embargo, ahora me lamento de no haber pensado diferente, porque si hubiera sabido más de él, de la relación que ambos tenían y de los maltratos, quizá, él no hubiera terminado asesinándola.

Nunca supe de golpes. De discusiones. De nada entre ellos. Ni siquiera sus padres. Pero los hubo. Posterior a su asesinato, todo salió a la luz. Hablaron con sus primas que eran mayores que ella y a quienes llegó a comentar algo, de un golpe que notó su madre y que Analía le mintió diciéndole que se había caído de su bicicleta…

Aún veo lo ocurrido ese día con claridad.

Fue un martes en la mañana en que pasé a buscarla como ya era costumbre y no la encontré más. No viva. Solo la escena horrible que no he podido borrar de mi mente hasta ahora.

Los muebles desacomodados.

Y el cuerpo de la que fue mi amiga, acorralado contra la pared, con el cuello cortado y sangrante.

Se inició con la investigación del caso. Casi enseguida, las autoridades descubrieron que, muy temprano, un poco antes de que yo llegara, el muchacho que ya conocían de vista los vecinos estuvo en la casa, pero a nadie se le hizo raro, pues ya era habitual que se pasara por ahí. No fueron pocos los que atestiguaron verlo.

La madre de Analía confirmó que ellos ya habían terminado. Que quedaron como amigos, y que, al parecer, todo acabo de la mejor manera. El motivo del rompimiento fue, según le comentó su propia hija, que ya no se entendían.

No hubo ningún detenido.

Antes de que se emitiera la orden de aprehensión, el exnovio de Analía había desaparecido y de ahí no se supo más de él.

Transcurrieron los años. Nos graduamos. Pero nada fue igual. Constantemente me hacía las mismas preguntas que siempre volvían a mí una y otra vez en un tormentoso círculo vicioso: ¿Y si hubiera llegado antes habría podido hacer algo? ¿Mi amiga habría vivido?

A menudo, también tengo pesadillas. Con él, arrinconándola sin darle oportunidad de escape y con las manos manchadas de sangre, mientras con una mueca burlona le brillan los ojos verdes.

Hoy nada me sabe dulce, todo tiene un toque amargo.

De incertidumbre. Y de miedo.

Desde ese día todo se acabó también para mí. La inocencia y la alegría se me extinguieron. Paso mis días sobreviviendo. No vivo como quiero, sino tan solo como se me ha permitido. Fracturada, pero sigo. Él arruinó nuestras vidas. Si lo hubieran atrapado. Si estuviera tras las rejas. Si hubiera pagado por lo que hizo… todo sería diferente.

 

Y una tarde, durante mi hora de almuerzo en el trabajo, me decanto por visitar una sobria cafetería y en lo que recibo mi bebida y le doy el primer sorbo, lo veo. Casi derramó el contenido del vaso. Un frío gélido me recorre la espina dorsal y mis piernas amenazan con fallar, pero al final no lo hacen.

Físicamente, se parece a él. La misma boca, la misma nariz, las mismas manos. Una versión madura de ese muchacho. Y aún más importante, los mismos ojos verdes.

Debía llamar a la policía. Por fin se haría justicia. Los padres de Analía tendrían algo de paz. Así todo terminaría… pero… no, estoy equivocada… la realidad es que no… no terminaría. El gobierno ya nos falló una vez, tantos años y no lograron encontrarlo. Pero ahora el destino me ha presentado a mí esta oportunidad como un regalo.

Lo vuelvo a mirar y estoy segura de que es él.

No pudo confiar en nadie. No en quien ya ha fallado.

Mi mente trabaja a mil por ahora y después de sopesar todas las opciones posibles llego a una resolución que me resulta satisfactoria.

En esta vida solo hay un único final.

Lo estudió. Va de traje. Hay varias oficinas por esta parte de la ciudad. ¿Podría ser un cliente habitual? Yo no suelo venir mucho por acá, hoy otros lugares más cercanos para comer. Podría empezar a ser más constante. ¿Pero si él no vuelve?

No puedo dejarlo ir. Desde el asesinato de Analía nunca dejo de pensarlo.

Nuestros ojos se encuentran. Nota que lo observaba. ¿Qué hago? ¿Lo estaré poniendo en sobre aviso? ¿Se acordará de mí? No, han pasado diez años desde entonces. Todos cambiamos.

Antes de que pueda seguir cavilando, él se acerca.

—¿Puedo invitarte algo? Aunque veo que ya has pedido —dice con una sonrisa y procede a presentarse.

Otro nombre. Uno que no es por el que lo conoció Analía. En otras palabras, una identidad falsa.

Sin duda, esta es mi recompensa por todo lo vivido. Voy a tomarla. Me muestro todo lo agradable posible, vivaracha y encantadora. Como no soy. Al parecer funciona, consigo la información que quería por ahora. Sé dónde trabaja, su hora de almuerzo y que el día siguiente, quizá, nos veamos.

Como suponía así sucede. Se convierte en una costumbre. Las charlas se vuelven regulares. Nos conocemos. Por supuesto, solo lo que él otro quiere mostrar. Nada es real. Nunca menciona nada de Analía. Llega la primera cita. No un encuentro en el café, no, una cita enserio. Y así, se suceden otras más.

Luego, el primer beso. No siento nada. Todo lo hago por cumplir un objetivo, nada más. Nunca olvido lo que ese monstruo hizo con Analía. Ahora yo haré lo mismo con él. Llega el día en que nos convertimos en una pareja y finalmente, un poco después, me invita a su departamento.

Pero no concreto mis planes, esa vez, es muy precipitado. Necesito plantearlo mejor. Es hasta la tercera ocasión que me siento preparada. Derramó unas gotas de somníferos en su té. Cuando está atontado, balbucea unas cosas sin coherencia, pero no lo dejo proseguir. Le grito todo lo que tenía atorado en la garganta. Una vida miserable y frustrada gracias a él.

Por lo menos una docena de veces repito el nombre de Analía.

Y con uno de sus propios cuchillos de cocina le cortó el cuello.

Está muerto.

Mi propósito realizado.

Pero no hay saltos de júbilo, ni risas. Solo silencio.

Calma.

Husmeo por su apartamento y encuentro viejos trofeos de campeonatos de ajedrez. Fotos escolares. Una de ellas es la de su graduación de preparatoria. Porta la característica toga negra y sus padres lo acompañan sonrientes.

No es él.

No es quien asesinó a Analía.

Me siento en el suelo de su habitación justo en el centro y al pasar los dedos por la fotografía caigo en cuenta que es otro truco de su parte, como todos los otros.

Por fin, las carcajadas de alegría brotan.

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