Dèja Vû
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El hombre abrió los ojos desorbitados, con una ansiedad abrumadora y un terror inexplicable que le carcomía la razón. —No puede ser—, exclamó en un aullido inaudible que se tragaba su voz. Lo repetía y lo repetía en sus adentros, sufriendo con la mandíbula temblorosa, al borde del colapso. Sentía que ya había vivido esto antes; le inquietaba saber que estornudaría tres veces hacia la derecha y que su primer paso sería con la pierna diestra.
Todo le resultaba familiar en aquel edificio lúgubre: las paredes ardientes y pegajosas, el polvo suspendido en el aire, el jarrón junto a la colorida vidriera. Todo lo envolvía en una claustrofobia asfixiante, un manto pesado que amenazaba con romper lo poco que le quedaba de cordura. Sintiendo que algo lo observaba, continuó avanzando, atento a encontrar alguna salida; pero en aquella vista gris no había puerta alguna. No podía salir.
Un crujido agudo de cristal terminó por desgarrar el velo del silencio ensordecedor desatando en él un ataque de paranoia que retorció le retorció el corazón en el pecho. Imágenes de experiencias vividas invadieron su mente. Detuvo el paso, preso de su propio ser, con la angustiosa confusión de si aquellos eran eventos sucedidos o por suceder. Luchando contra la fuerza que lo había petrificado, en un intento por recuperar la concentración, sus pensamientos se coló la imagen de su asesino, esta figura enmascarada que le asechaba, al igual que un depredador con su presa. La figura se materializaba como una bestia imponente de dos metros, con una capacidad bruta de someter a cualquiera.
Una mezcla de ansiedad y espanto le reptaba por la espalda. El hombre decidió prepararse para enfrentar lo que fuese necesario para sobrevivir. Tenía pistas de quién sería su asesino, pero la incertidumbre de cuándo y dónde llegaría su muerte comenzaba a desgastarlo. Con la esperanza de aún detener lo inevitable, se obligó a grabarse en la memoria cada sonido procedente de donde había venido el ruido.
Con la respiración pesada, pasos tensos y el oído alerta, su instinto lo llevó a una especie de sala con un mueble viejo, amarillento y manchado, sobre un tapiz de paja que parecía deshacerse al tacto. Aquella escena le provocó una risa sarcástica y llena de desasosiego: de nuevo, todo le resultaba extrañamente familiar, como si alguien se hubiese tomado la molestia de establecer un escenario solo para él. ¿Quién podría ser tan cruel?, se preguntaba con un nudo en la garganta. Su reloj interno le advertía que la hora se acercaba.
Al escuchar pasos que se aproximaban, se escondió detrás del sillón, conteniendo la respiración. Los minutos se alargaron en el vacío opresivo de la casa, mientras el silencio colmaba el ambiente, convirtiendo cada segundo en una eternidad insoportable.
Sus manos temblorosas comenzaron a hurgar bajo el sofá, con la esperanza de hallar algo con lo que pudiera defenderse. Finalmente, sus dedos se toparon con un martillo de hierro, frío y pesado. Al aferrarse a él, sintió una efímera sensación de control, como si aquel objeto pudiera ser la clave para escapar de lo que estaba por venir. El hombre estornudó de nuevo, sabiendo que ese acto sellaría su destino. No pudo esperar más. Se levantó y corrió hacia la cocina para enfrentar a su némesis.
Allí encontró al enmascarado de espaldas, sirviéndose tranquilamente un vaso de agua. La calma de su asesino lo irritaba profundamente. Lo veía allí, tan cerca, tan vulnerable, sin percibir su presencia. Este era el momento; si su vida estaba en juego, entonces haría lo que fuese necesario para sobrevivir. Sin pensarlo más, se acercó lentamente y, con todas sus fuerzas, golpeó al enmascarado en la cabeza con el martillo. El sonido sordo del impacto llenó la habitación. El vaso de cristal se le escapó de las manos al asesino, quebrándose en el suelo en mil pedazos. El hombre siguió golpeando, liberando su temor, embriagado de pánico y desesperación en cada embate, hasta que el cuerpo inmóvil del enmascarado ya no respondía.
Con el corazón frenético, el sudor resbalando por su frente, una mezcla de alivio y horror lo invadió. Después de todo, había acabado con su asesino... ¿o no?
Respiró hondo, intentando recuperar algo de calma. Había llegado la hora; se armó de valor y, guiado por una mezcla de curiosidad y pavor, decidió descubrir el rostro de quien estaba destinado a matarlo. Alzó la máscara de cerámica y, cuando vio el rostro, sintió cómo la sangre se le congelaba en las venas. Era su propio rostro. Su propia mirada, perdida y vacía, le devolvía la vista. En ese instante, comprendió que él mismo era el enemigo que siempre había temido, la figura que lo acechaba en cada esquina de sus pensamientos. El último rostro que vería sería el suyo.
Fue en ese momento cuando sus ojos se reflejaron en los fragmentos del vaso esparcidos por el suelo, vidrios cortantes, brillantes e inquietantes. Al acercarse, vio cada fragmento de cristal capturando la imagen de su ser, distorsionada en formas grotescas. A medida que la realidad se distorsionaba a su alrededor, se llevó las manos al rostro en un intento inútil de protegerse del vacío que ahora se apoderaba de su mente. Su llanto de espanto se volvió un eco distante, una repetición interminable que resonaba en sus propios oídos. ¿Era esto posible? ¿Él era la bestia?
Entonces, sintió un golpe en la cabeza, con la misma intensidad con la que él mismo había descargado antes. La oscuridad lo envolvió, llevándoselo al mismo vacío del que intentaba escapar.
-El ciclo había comenzado de nuevo-